martes, 15 de abril de 2008

El demonio ingenuo (Cuento infantil)


En el bosque, a la orilla de un riachuelo que un junco alto cuida día y noche, estaba parado una hermosa mañana un demonio joven, simpático. Junto a él, en la hierba, estaba sentada una sirenita jovencita y tan bonita que, si yo supiera su dirección exacta, lo dejaría todo –la literatura, la esposa y las ciencias –y volaría a ella... La sirenita tenía el ceño fruncido y, enojada, tiraba de la hierba verde.
-Yo le ruego entenderme –decía el demonio, gagueando y parpadeando confundido. –Si usted me entendiera, pues no sería tan severa. Permítame explicarle todo desde el mismo principio... hace 20 años, en este mismo lugar, cuando le pedí la mano, usted me dijo que se casaría conmigo, sólo en caso de que yo no tuviera en la cara una expresión estúpida, y para eso me aconsejó dirigirme a la gente, y aprender de ésta razón y juicio. Yo, como sabe, la obedecí y me dirigí a la gente. Excelente... Al llegar a ésta, me informé ante todo de qué especialidades y oficios había. Un jurista me dijo, que la especialidad mejor y más inofensiva era acostarse en el diván, poner las piernas arriba y escupir al techo; ¡pero yo, demonio honrado, estúpido, no le creí! Ante todo, caí bajo la protección del jefe de correos. ¡Un cargo, ma chère, terrible! ¡Las cartas de los habitantes son tan aburridas, que simplemente te dan náuseas!
-¿Para qué pues las leía, si son aburridas?
-Así se acostumbra... Y además, no se puede sin eso... Las cartas son diversas... Uno firma “teniente fulano de tal”, y bajo ese teniente Lassalle hay que entender Spinoza o... Bueno... después entré a la protección del jefe de bomberos... ¡También un cargo terrible! A cada rato un incendio... Pasaba, que te sentabas a almorzar o a jugar al wint, un incendio. Te acostabas a dormir, un incendio. Y dígnate pues ahí a ir al incendio, si ya se sabe por la historia natural, que a los caballos públicos no se les puede alimentar con avena. Una vez mandé a alimentar a los caballos con avena, ¿y qué cree pues?; el inspector se asombró tanto, que a mí hasta me dio vergüenza... Lo dejé...
Hay en la tierra, ma chère, gente que vela por que el prójimo no tenga en la cabeza ni en los bolsillos nada de más. De jefe de bomberos a ese cargo, a la mano. Entré. Todo mi servicio, en las primeras instancias, estribaba en que yo recibía la “gratitud” de la gente... Al principio, eso me gustaba terriblemente... En nuestro siglo práctico, tales sensaciones como la gratitud, pueden no gustarle sólo a las piedras, y deben ser alentadas... Pero después me desilusioné por completo. La gente está terriblemente maleada... Agradece con cupones del año 1889, y hasta pone en circulación cupones falsos. Y además de eso, agradece, y ella misma, en los ojos, no expresa ninguna sensación agradable... ¡Trivial! De ese cargo a la pedagogía, a la mano. Entré a la pedagogía. Al principio tuve suerte, y hasta el director me estrechó la mano varias veces. Le gustaba terriblemente mi cara estúpida. ¡Pero ay! Una vez leí en El heraldo de Europa un artículo sobre el perjuicio de la deforestación1, y sentí que me remordía la conciencia. A mí antes, hablando con franqueza, me daba lástima utilizar nuestro querido, verde abedul para fines tan bajos como la pedagogía2.
Le expresé al director mi duda, y la expresión estúpida de mi cara fue calificada de falsa. Yo, ¡uf! Después entré con los doctores. Al principio tuve suerte. Las difterias, ¿sabe?, los tifus... Aunque no aumenté la tasa de mortalidad, de todas formas fui notable. En ascenso, me nombraron médico de la Casa cuna de Moscú. Aquí, además de las recetas y la visita a los pabellones, me exigían reverencias, inclinaciones, y el saber viajar en la trasera con dignidad... El doctor mayor, Solovióv3, ese mismo que en Odesa, en un congreso, se sentía en el empíreo, me exigía hasta que le hiciera ojitos. Cuando le dije que las reverencias y los ojitos no se enseñaban en la facultad de medicina, me consideraron un librepensador que no respeta el linaje...
Tras una fracasada doctoría, me dediqué al comercio. Abrí una panadería y empecé a hornear panes. ¡Pero, ma chère, en la tierra hay tantos insectos, que es simplemente un horror! Cualquier bollo que partía, en cada uno había una cucaracha o un renacuajo.
-¡Ah, basta de decir disparates! -exclamó la sirenita, perdiendo la paciencia. -¿Quién diablos le pidió a un imbécil como usted, entrar de jefe de bomberos y hornear panes? ¿Es posible que un cerdo como usted, no pudo encontrar en la tierra algo más inteligente y elevado? ¿Acaso la gente no tiene ciencias, literatura?
-Yo, sabe, quería entrar a la universidad, pero un recaudador de accisas me dijo que ahí son todo desórdenes... Fui y literato... ¡los diablos me arrastraron a esa literatura! Escribía bien, y hasta brindaba esperanza pero, ma chère, en las cárceles hace tanto frío y hay tantas chinches, que hasta en el recuerdo el aire huele a chinches. Con la literatura terminé... Morí en el hospital... El fondo literario me enterró por su cuenta. Los reporteros de diez rublos tomaron vodka en mis funerales. ¡Querida mía! ¡No me envíe a la gente de nuevo! ¡Le aseguro que no soportaré esa prueba!
-¡Esto es horrible! ¡Me da lástima usted, pero eche una mirada al río! ¡Su cara se hizo más estúpida que antes! ¡No, vaya de nuevo! ¡Dedíquese a las ciencias, a las artes... viaje, finalmente! ¿No quiere eso? ¡Bueno, váyase así, y siga ese consejo que le dio el jurista!
El demonio empezó a suplicar... ¡Y qué no dijo para librarse del viaje ingrato! Dijo que no tenía pasaporte, que estaba en observación, que ante el curso actual era penoso hacer cualquier viaje que fuera, pero nada lo ayudó... La sirenita se salió con la suya. Y el demonio está entre la gente de nuevo. Él ahora sirve, sirvió ya hasta consejero civil, pero la expresión de su cara no cambió nada: ésta, como antes, es estúpida.

1Artículo sobre la nueva ley de tala de bosques publicado en la revista El heraldo de Europa en 1882.
2Polémica sobre la autorización de los castigos corporales en las escuelas secundarias, reseñada por los periódicos de la capital.
3A.N. Solovióv, médico principal de la Casa de educación imperial de Moscú.

Título original: Naivnii lioshi, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 7, con la firma :“El hombre sin bazo”.
Imagen:
Michail Wrubel, Demonio, 1890.