jueves, 3 de abril de 2008

¡Ah, la muela!


A Serguei Alexéich Díbkin, amante de las artes escénicas, le duele la muela.
En opinión de las damas expertas y los dentistas moscovitas, el dolor de muela suele ser de tres clases: reumático, nervioso y por caries; pero observen la fisonomía del desdichado Díbkin, y entenderán que su dolor no corresponde a ninguna de esas tres clases. Parece que el mismo diablo con los diablitos se posó en su muela, y trabaja ahí con las pezuñas, los dientes y los cuernos. Al pobre le estalla la cabeza, le zumban los oídos, se le ponen los ojos verdes, le pica la nariz. Se aguanta la mejilla derecha
con ambas manos, corre de una esquina a la otra y grita sus buenas palabrotas...
-¡Pero ayúdenme pues! -grita, dando patadas. -¡Me voy a suicidar, que se los lleve el diablo! ¡Me voy a colgar!
La cocinera le aconseja enjuagarse la muela con vodka, la
mamásha ponerse en la mejilla rábano rallado con keroseno, la hermana le recomienda colonia mezclada con tinta, la tía le untó yodo de encía... Pero con todos esos remedios apestó a medicina, se aturdió y empezó a gritar aún más fuerte... Queda sólo un remedio por probar: meterse un balazo en la cabeza o beberse de golpe tres botellas de cognac, alelarse y tumbarse a dormir... Pero, finalmente, se encuentra a una persona inteligente, que le aconseja a Díbkin ir a la Tvierskáya, a casa de Zagvósdkin, donde vive el dentista Karkman, que saca las muelas al momento, sin dolor y barato, a su precio. Díbkin se agarra de esa idea como un mercader borracho de la baranda, se pone el paletó y corre en un coche a la dirección en cuestión. Ahí está la Sadóvaya, la Tvierskáya... Pasan Siu, Filíppov, Age, Gabay...1 He aquí por fin el letrero: Dentista Y.A. Karkman. ¡Stop! Díbkin salta del coche y, gimiendo, sube corriendo por la escalera de piedra. Oprime el botoncito de la campanilla con tal frenesí, que se rompe su uña fina.
-¿Está en casa? ¿Recibe? –pregunta a la sirvienta.
-Por favor, recibe...
-¡Uf! ¡Quítame el paletó! ¡Rrápido!
Un minuto más, y parece que la cabeza del sufrido, finalmente, estallará de dolor. Como un loco o, más bien, como un esposo al que su buena esposa le echó agua hirviendo, entra corriendo al recibidor y... ¡oh, horror! El recibidor está totalmente abarrotado de público. Díbkin corre hacia la puerta del gabinete, pero lo agarran de los faldones y le dicen que está obligado a esperar su turno...
-¡Pero yo sufro! –se acalora. -¡Qué diablos, yo paso unos minutos terribles!
-¡Acaso es poco lo que! –le dicen con indiferencia. –Nosotros tampoco nos divertimos.
Mi héroe, agotado, cae en la butaca, se agarra ambas mejillas y empieza a esperar. Su rostro parece lavado con vinagre, en sus ojos hay lágrimas...
-¡Esto es terrible! –gime. -¡Oh, me mu-e-ro!
-¡Pobre joven! –suspira una dama sentada a su lado. –Yo sufro no menos que usted: ¡a mí, mis propios hijos me echaron de mi propia casa!
Ningún artículo editorial financiero, ningún espectáculo con fines benéficos puede ser tan perturbadoramente aburrido, como una espera en el recibidor. Pasa una hora, otra, la tercera, y el pobre Díbkin aún está sentado en la butaca, y gime. En la casa ya hace tiempo que almorzaron y pronto se dispondrán al té vespertino, y él aún está sentado. La muela a cada minuto se pone más y más furiosa...
Pero he aquí pasa la torturante eternidad, y llega el turno de Díbkin. Éste salta de la butaca y vuela al gabinete.
-¡Por Dios!- gime, cayendo en la butaca del gabinete y abriendo la boca. -¡Le suplico!
-¿Qué? ¿Qué se le ofrece? –le pregunta el dueño del gabinete, un rubio de cabello largo con lentes.
-¡Sáquemela! ¡Sáquemela! –se sofoca Díbkin.
-¿A quién sacar?
-¡Ah, Dios mío! ¡La muela!
-¡Es extraño! –se encoge de hombros el rubio. –Yo, sr. bromista, no tengo tiempo, y le ruego decir: ¿qué se le ofrece?
Díbkin abre la boca como un tiburón y gime:
-¡Sáquemela, sáquemela! ¡Quien se muere no está para bromas! ¡Sáquemela, por Dios!
-Hum... Si a usted le duele la muela, pues diríjase al dentista.
Díbkin se levanta y, abriendo la boca, mira aturdido al rubio.
-¡Sí, yo soy abogado!.. –continúa el rubio. –Si usted necesita un dentista, pues diríjase a Karkman. Él vive un piso más abajo...
¿Un pi-so más aba-jo? –se asombra Díbkin. -¡Que el diablo me lleve del todo! ¡Ah, soy un cerdo! ¡Ah, soy un cretino!
Convengan en que, después de este pasaje, a él le resta sólo una cosa: meterse un balazo en la cabeza… y si no tiene a la mano un revolver, pues beberse de golpe tres botellas de cognac, y demás.
1Siu, dulcería de la conocida Casa comercial moscovita A. Siu and Co.; I.G. Filíppov, conocido panadero moscovita; Age, Almacén de confecciones francés; Gabay, tabaquería de la mercader A.Y. Gabay.
Título original: Ax, zubui!, publicado por primera vez en la revista Svierchok, 1886, Nº 39, con la firma: “El hombre sin bazo”.
Imagen: Gustave
Caillebotte, Hombre en el balcón, 1880.