-¡Insensato! –farfulla. -¡Mmo... mocoso! ¡Te zurraron poco, muchacho absurdo!
-¿A quién eso tú, abuelo?
-Se sabe a quién... Son clementes con ustedes, los miman, no los castigan... (El abuelo aspira aire y estalla en una tos anciana.) Pasarte por la fila unas tres veces, así tú entenderías... ¿Por qué no compraste el talco pérsico? ¿Por qué, te pregunto? ¿Pereza? ¿Indolencia?
-¡Abuelito, usted no me deja dormir! ¡Cállese!
-¡No replicar! ¡Entiende, con quién hablas! (El abuelito se rasca ruidosamente y levanta la voz.) Repito: ¿por qué no compraste el talco pérsico? ¿Y cómo te atreves, muy señor mío, a permitirte tales acciones perturbadoras, que hasta llegan quejas de ti? ¿Ah? ¡Ayer el teniente Dubiákin se quejaba, de que tú le llevaste la esposa! ¿Quién te permitió eso? ¿Y qué derecho tienes tú?
El abuelito me regaña largo tiempo, y del regaño pasa a la moral: el séptimo mandamiento, los fundamentos del matrimonio y demás.
-Todo eso yo lo entiendo mejor que usted, abuelito –digo. –Le confieso, que me remuerde la conciencia, pero yo no puedo hacer nada conmigo. ¡Igualito a usted! Con la sangre y la carne, heredé de usted todas sus virtudes. ¡Es difícil luchar contra la herencia!
-Yo... yo a las esposas ajenas no las tocaba... ¡Inventas!
-¿Como si? ¡Y unos diez años atrás, cuando usted tenía sesenta años, recuerde pues, usted le llevó a un prójimo no la esposa, no una viuda de pega, sino la novia! Recuerde pues a Nínochka.
-Yo este... yo me casé...
-¡Cómo no! A Nínochka la educaron, la mimaron y la prepararon en absoluto, no para un anciano de sesenta años. Con esa lista y bella se hubiera casado cualquier buen bravo, y ella ya tenía un novio apropiado, y usted llegó con su rango y su dinero, asustó a los padres, y le envolvió la cabeza a la muchacha de diecisiete años con sus pacotillas diversas. ¡Cómo lloraba, cuando se casó con usted! ¡Cómo se arrepentía después, pobrecita! Y después se escapó con un teniente borracho, sólo para estar lejos de usted... ¡Un ganso es usted, abuelito!
-Espera... espera... Eso no es asunto tuyo... Si te pasaran pues, unas cinco veces por la fila, pues tú este no... no despojarías a tu hermana Dásha... Ofensor... ¿Para qué le pleiteaste las diez desiatínas1?
-De usted tomé ejemplo. ¡Igualito a usted, abuelito! ¡Con usted aprendí a despojar! Recuerde cuando usted servía en la intendencia, después cuando lo asignaron al gobierno de Ufímskaya, y...
Y largo tiempo discutimos así. El abuelito me acusa de veinte delitos, y todos los veinte yo se los atribuyo a la estirpe, a la herencia. Finalmente, el abuelito se queda ronco y empieza, de rabia, a arañar la pared.
-Mire qué, abuelito –digo. –Así en largo tiempo no nos vamos a dormir. ¡Vamos pues, a bañarnos y a tomar vodka! ¡Dormiremos perfectamente!
El abuelito enojado, hablando entre dientes, se viste, y vamos al riachuelo. Es una noche hermosa, de luna. Tras bañarnos, regresamos a la casa. La garrafita está sobre la mesa. Yo sirvo dos copitas. El abuelito toma una copita, se persigna y dice:
-Si te pasaran pues... unas diez veces por la fila... ¡entenderías entonces! ¡Bo... borracho!
Tras rezongar, el abuelito enojado bebe y pica del embutido. Yo también -porque heredé el amor por las bebidas alcohólicas- bebo y me voy a dormir.
Y así es para nosotros cada noche.
1Desiatína, antigua medida rusa de superficie igual a 1,09 ha.
Título original: Vies v diedushku, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 25, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: John Singer Sargent, In Switzerland, 1908.