jueves, 29 de mayo de 2008

En Moscú en la Plaza Trúbnaya


Una plaza pequeña cerca del Monasterio de la Resurrección, que llaman Trúbnaya o simplemente Trúba, los domingos hay en ésta comercio. Pululan, como cangrejos en jaula, cientos de pellizas, paletós, casquetes de piel, cilindros. Se oye el canto discorde de los pájaros, que recuerda la primavera. Si el sol brilla y no hay nubes en el cielo, el canto y el aroma del heno se sienten más fuertemente, y ese recuerdo de la primavera excita la mente y la lleva lejos-lejos. En uno de los extremos de la placita se extiende una hilera de carretas. En las carretas no hay ni heno, ni col, ni habas, sino jilgueros, pardillos, pimpollos, alondras, sinsontes negros y grises, paros y pinzones. Todo eso brinca en jaulas malas, artesanales, echa miradas con envidia a los gorriones y gorjeadores libres.
-¿A cuánto la alondra?
El vendedor mismo no sabe qué precio tiene su alondra. Se rasca la nuca y pide cuánto Dios le ponga en el alma, un rublo o tres kópeks, a juzgar por el comprador. Hay también pájaros caros. Sobre una varita embarrada está posado un viejo sinsonte desvaído, con la cola desplumada. Tiene un aire respetable, importante, y está inmóvil, como un general retirado. Ya hace tiempo que “dejó de la mano” su no libertad, y ya hace tiempo que mira al cielo azul con indiferencia. Debe ser, por su misma indiferencia, se considera un pájaro juicioso. No se le puede vender más barato que en cuarenta kópeks. Alrededor de los pájaros se amontonan, andando por el fango, alumnos de gimnasio, chicos de taller, jóvenes con paletós de moda, aficionados hasta lo imposible de los gorros usados, con los pantalones recogidos, gastados, como comidos por ratones. A los jóvenes y los chicos de taller les venden las hembras por machos, los jóvenes por viejos… Entienden poco de pájaros. En cambio, al aficionado no lo engañas. El aficionado ve y entiende al pájaro desde lejos.
-No hay positividad en este pájaro, -dice el aficionado, mirando la boca del pardillo y contando las plumas de su cola. –Él canta ahora, es cierto, pero, ¿y qué hay de eso? Yo también canto en compañía. No, tú cántame sin compañía, hermano, cántame solito, si puedes… ¡Tú dame ése de ahí, el que está posado y callado! ¡Dame el mosca muerta! Ése calla, por lo tanto, sabe lo que hace…
Entre las carretas con pájaros se encuentran carretas con otro tipo de bichos. Ahí usted ve liebres, conejos, erizos, conejillos de Indias, hurones. Hay una liebre que rumia paja por la pena. Los conejillos de Indias tiemblan de frío, y los erizos, con curiosidad, echan miradas al público desde abajo de sus espinas.
-Y yo leí en algún lugar, -dice un funcionario del departamento de correos con un paletó desvaído, sin dirigirse a nadie y echando miradas amorosas a la liebre, -yo leí que cierto científico tenía un gatito, un ratón, un azor y un gorrión que comían de la misma taza.
-Es muy posible eso, señor. Porque al gatito le pegaron, y al azor, seguro, le arrancaron toda la cola. No hay nada científico ahí, señor. Mi compadre tenía un gatito que, disculpe, comía pepino. Unas dos semanas le pegó con el mango del látigo, hasta que aprendió. La liebre, si le pegas, puede prender un cerillo. ¿De qué se asombran? ¡Muy sencillo! Agarra con la boca el cerillo, y ¡chirc! El animal es lo mismo que la persona. La persona, con los golpes, se hace más inteligente, como los bichos.
Entre la multitud se apresuran los caftanes con gallos y patos en los sobacos. Las aves están todas flacas, con hambre. Desde las jaulas los pollitos asoman sus cabezas feas, peladas, y pican algo en el fango. Los chiquillos con palomas intentan mirar el rostro, y reconocer en usted un aficionado a las palomas.
-¡Si-í! ¡No tiene que hablar! –grita alguien con enojo. -¡Usted mire, y hable después! ¿Acaso eso es una paloma? ¡Eso es un águila, y no una paloma!
Un hombre alto, delgado, con patillas y de bigotes afeitados, por su aspecto un lacayo, enfermo y borracho, vende una perrita faldera blanca como la nieve. La faldera-viejecita gime.
-Me mandó pues, a vender esta basura, -dice el lacayo, sonriendo con desprecio. –Cayó en bancarrota en edad avanzada, no tiene qué comer, y ahora pues, vende los perros y los gatitos. Llora, les besa las jetas asquerosas, y ella misma los vende por necesidad. ¡Por Dios, es un hecho! ¡Compren, señores! Hace falta dinero para el café.
Pero nadie se ríe. Un chiquillo está parado detrás y, entornando un ojo, lo mira con seriedad, con compasión.
Lo más interesante es la sección de peces. Unos diez mujíks sentados en hilera. Ante cada uno de ellos un balde, en los baldes un pequeño, auténtico infierno. Ahí, en un agua verdosa, turbia, pululan carasios, lochas, alevinos, caracoles, ranitas, tritones. Grandes escarabajos de río, con las patas rotas, se ajetrean por la pequeña superficie, trepando sobre los carasios y saltando entre las ranitas. Las ranitas se trepan sobre los escarabajos, los tritones sobre las ranitas. ¡Los bichos vivos! Las tencas verde oscuro, como peces más caros, gozan de privilegio: las tienen en un botecito especial donde no se puede nadar, pero que con todo no es tan estrecho…
-¡Un pez importante, el carasio! El carasio tenido, su excelencia, ¡que se muera! ¡Aunque lo tengas un año en el balde, todavía está vivo! Ya hace una semana que pesqué estos mismos peces. Los cogí, muy señor mío, en Periérva, y de ahí a pie. Los carasios a dos kópeks, las lochas a tres, y los alevinos a un gríviennik la decena, ¡que se mueran! Dígnese los alevinos por un quinto. ¿Unos gusanos, no ordena?
El vendedor busca en el balde y saca de ahí con sus dedos rudos, toscos un alevino o un carasio tierno, del tamaño de una uña. Junto a los baldes se extienden los sedales, los anzuelos, los aparejos, y los gusanos de estanque se irisan al sol en rojo vivo.
Alrededor de las carretas con pájaros y los baldes con peces, anda un anciano-aficionado con casquete de piel, lentes de hierro y unos chanclos parecidos a dos acorazados. Él, como lo llaman aquí, es un “tipo”. En el alma no tiene ni un kópek pero, a pesar de eso, comercia, se inquieta, importuna a los compradores con consejos. En apenas una hora alcanza a examinar todas las liebres, palomas y peces, a examinarlos hasta las sutilezas, a definir la raza de todos y cada uno de esos bichos, la edad y el precio. A él, como a un niño, le interesan los jilgueros, los carasios, los alevinos. Póngase a hablar con él, por ejemplo, de los sinsontes, y el excéntrico le contará algo, que usted no hallará en ningún libro. Le contará con admiración, con pasión, y en añadidura le reprochará por ignorancia. De los jilgueros y los pinzones está dispuesto a hablar sin fin, abriendo los ojos y agitando las manos fuertemente. Aquí, en la Trúba, se le puede encontrar sólo en tiempo frío, en verano está en algún lugar afuera de Moscú, cazando codornices con el caramillo o pescando con la caña.
Y hay también otro “tipo”, un señor muy alto, muy flaco, con lentes oscuros, afeitado, con una visera con cucarda, parecido a un escribano de los viejos tiempos. Es un aficionado, tiene no poco rango, sirve de maestro en el gimnasio, y eso es conocido de los asiduos de la Trúba; y éstos lo tratan con respeto, lo reciben con una reverencia, e incluso inventaron para él un título peculiar: “su pronombre”. En la Sujarióva hurga en los libros, y en la Trúba busca buenas palomas.
-¡Dígnese! –le gritan los palomeros. –¡Señor maestro, su pronombre, préstele atención a las tumbler! ¡Su pronombre!
-¡Su pronombre! –le gritan de distintas partes.
-¡Su pronombre! –repite un chiquillo en algún lugar del boulevard.
Y “su pronombre”, evidentemente, habituado ya hace tiempo a su título, serio, severo, toma con ambas manos la paloma y, alzándola por encima de su cabeza, la empieza a examinar, y al hacer eso frunce el ceño y se pone aún más serio, como un conjurado.
Y la Trúba, ese pequeño pedazo de Moscú, donde quieren a los animales con tanta ternura, y donde tanto los torturan, vive su vida pequeña, se alborota e inquieta, y esas personas diligentes, que pasan de largo por el boulevard, no entienden para qué se reunió esa multitud de personas, esa mezcla abigarrada de gorros, casquetes y cilindros, de qué hablan ahí, con qué comercian.

Título original: V Moskve na trubnoi ploschadi, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1883, Nº 43, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Ludovic Piette, Le marché de la place de l'Hôtel de Ville à Pontoise, 1876.