Parado en el centro de la cocina, el portero Philip daba un sermón. Lo escuchaban el lacayo, el cochero, dos sirvientas, el cocinero, la cocinera y dos pinches de cocina, sus hijos carnales. Cada mañana predicaba algo, y esa mañana el tema de su discurso era la ilustración.
-Y viven todos como la gente cochina, -decía, teniendo en sus manos un gorro con placa. –Están sentados ahí y sentados, y excepto ignorancia, no se les ve ninguna civilización. Míshka juega a las damas, Matrióna casca nueces, Nikífor enseña los dientes. ¿Acaso eso es inteligencia? Eso no es por inteligencia, sino por estupidez. ¡No tienen ninguna capacidad intelectual! ¿Y por qué?
-Eso es cierto, Philip Nikándrich, -observó el cocinero. –Es sabido, ¿qué inteligencia tenemos nosotros? De mujík. ¿Acaso nosotros entendemos?
-¿Y por qué no tienen capacidad intelectual? –continuó el portero. –Porque su prójimo no tiene un punto verdadero. Y no leen los libros, y en cuanto a la escritura, no tienen ningún sentido. Si tomaran un libro, se sentaran y lo leyeran. El letrado, seguro, entiende lo escrito. A ver tú, Mísha, si tomaras un libro y lo leyeras aquí. Para ti es provecho, y para los demás es agradable. Y los libros se extienden sobre todos los temas. Ahí encuentras de la naturaleza, de la divinidad, de los países terrestres. Qué con qué se hace, cómo los distintos pueblos, en todas las lenguas. Y de idolatría también. En los libros encuentras de todo, si tienes ganas. Pero se sienta ahí junto a la estufa, jama y toma. ¡Puramente, como bestias groseras! ¡Tfú!
-A usted, Nikándrich, ya le es hora de irse a la guardia, -observó la cocinera.
-Lo sé. No es asunto tuyo señalarme. Miren, digamos, tomarme, siquiera, a mí de ejemplo. ¿Cuál es mi ocupación con mi edad anciana? ¿Con qué satisfacer mi alma? No hay nada mejor que un libro o una gaceta. Ahora pues, voy a ir a la guardia. Me voy a sentar en los portones unas tres horas. ¿Y piensan que voy a bostezar o hablar tonterías con las mujeres? ¡No-oo, yo no soy así! Me voy a llevar un libro, me voy a sentar y voy a leer a todo gusto. Así pues.
Philip sacó del armario un libro gastado y lo guardó en su seno.
-Esta es mi ocupación. Desde pequeño me acostumbré. El estudio es la luz, el no estudio es la oscuridad, ¿oyeron bien? Así pues...
Philip se puso el gorro, graznó y, farfullando, salió de la cocina. Fue a los portones, se sentó en un banco y frunció el ceño, como un nubarrón.
-No son gente, sino como unos químicos cochinos, -farfulló, pensando aún en la gente de la cocina.
Después de calmarse, sacó el libro, suspiró con gravedad y emprendió la lectura.
“¡Está escrito, que no hace falta mejor!”, -pensó, después de leer la primera página y moviendo la cabeza. –“¡Enseña pues, el Señor!”
El libro era bueno, una edición moscovita: El cultivo de tubérculos. ¿Nos hace falta el nabo? Después de leer las dos primeras páginas, el portero movió la cabeza con sentido y tosió.
-¡Escrito correcto!
Después de leer la tercera página, Philip se quedó pensativo. Quería pensar en la instrucción, y por algo en los franceses. Su cabeza cayó sobre el pecho, sus codos se apoyaron en las rodillas, sus ojos se entornaron.
Y Philip soñó. Soñó que todo había cambiado: la tierra era la misma, las casas eran las mismas, los portones eran los anteriores, pero las personas no eran las mismas en absoluto. Todas las personas eran sabias, no había ni un imbécil, y por las calles andaban franceses y más franceses. Hasta el aguatero razonaba: “Yo, confieso, estoy muy insatisfecho con el clima, y deseo echarle una mirada al termómetro”, y él mismo tenía en sus manos un libro grueso.
-Y tú lee el calendario, -le decía Philip.
La cocinera era estúpida, pero se inmiscuía también en las conversaciones inteligentes, e insertaba sus observaciones. Philip iba a la comisaría para inscribir a los inquilinos, y cosa extraña, incluso en ese lugar severo hablaban sólo de cosas inteligentes, y por todas las mesas había libros. Alguien se acercaba al lacayo Mísha, lo empujaba y le gritaba: “¿Duermes? ¿Te pregunto? ¿Duermes?”
-¿Duermes en la guardia, estúpido? –oía Philip la voz de trueno de alguien. -¿Duermes, canalla, cerdo?
Philip se levantó y se frotó los ojos, delante de él estaba parado el ayudante del jefe de policía.
-¿Ah? ¿Duermes? ¡Te voy a multar, bestia! ¡Te voy a enseñar cómo dormir en la guardia, moorro!
A las dos horas llamaron al portero a la comisaría. Después andaba por la cocina de nuevo. Allí, conmovidos por sus sermones, todos estaban sentados alrededor de la mesa y escuchaban a Mísha, que leía algo deletreando.
Philip, enfadado, sonrojado, se acercó a Mísha, le pegó al libro con la manopla y dijo sombríamente:
-¡Déjalo!
Título original: Umnii dvornik, publicado por primera vez en la revista Zritiel, 1883, Nº 16, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Jean Baptiste Chardin, La criada de cocina, 1738.
-Y viven todos como la gente cochina, -decía, teniendo en sus manos un gorro con placa. –Están sentados ahí y sentados, y excepto ignorancia, no se les ve ninguna civilización. Míshka juega a las damas, Matrióna casca nueces, Nikífor enseña los dientes. ¿Acaso eso es inteligencia? Eso no es por inteligencia, sino por estupidez. ¡No tienen ninguna capacidad intelectual! ¿Y por qué?
-Eso es cierto, Philip Nikándrich, -observó el cocinero. –Es sabido, ¿qué inteligencia tenemos nosotros? De mujík. ¿Acaso nosotros entendemos?
-¿Y por qué no tienen capacidad intelectual? –continuó el portero. –Porque su prójimo no tiene un punto verdadero. Y no leen los libros, y en cuanto a la escritura, no tienen ningún sentido. Si tomaran un libro, se sentaran y lo leyeran. El letrado, seguro, entiende lo escrito. A ver tú, Mísha, si tomaras un libro y lo leyeras aquí. Para ti es provecho, y para los demás es agradable. Y los libros se extienden sobre todos los temas. Ahí encuentras de la naturaleza, de la divinidad, de los países terrestres. Qué con qué se hace, cómo los distintos pueblos, en todas las lenguas. Y de idolatría también. En los libros encuentras de todo, si tienes ganas. Pero se sienta ahí junto a la estufa, jama y toma. ¡Puramente, como bestias groseras! ¡Tfú!
-A usted, Nikándrich, ya le es hora de irse a la guardia, -observó la cocinera.
-Lo sé. No es asunto tuyo señalarme. Miren, digamos, tomarme, siquiera, a mí de ejemplo. ¿Cuál es mi ocupación con mi edad anciana? ¿Con qué satisfacer mi alma? No hay nada mejor que un libro o una gaceta. Ahora pues, voy a ir a la guardia. Me voy a sentar en los portones unas tres horas. ¿Y piensan que voy a bostezar o hablar tonterías con las mujeres? ¡No-oo, yo no soy así! Me voy a llevar un libro, me voy a sentar y voy a leer a todo gusto. Así pues.
Philip sacó del armario un libro gastado y lo guardó en su seno.
-Esta es mi ocupación. Desde pequeño me acostumbré. El estudio es la luz, el no estudio es la oscuridad, ¿oyeron bien? Así pues...
Philip se puso el gorro, graznó y, farfullando, salió de la cocina. Fue a los portones, se sentó en un banco y frunció el ceño, como un nubarrón.
-No son gente, sino como unos químicos cochinos, -farfulló, pensando aún en la gente de la cocina.
Después de calmarse, sacó el libro, suspiró con gravedad y emprendió la lectura.
“¡Está escrito, que no hace falta mejor!”, -pensó, después de leer la primera página y moviendo la cabeza. –“¡Enseña pues, el Señor!”
El libro era bueno, una edición moscovita: El cultivo de tubérculos. ¿Nos hace falta el nabo? Después de leer las dos primeras páginas, el portero movió la cabeza con sentido y tosió.
-¡Escrito correcto!
Después de leer la tercera página, Philip se quedó pensativo. Quería pensar en la instrucción, y por algo en los franceses. Su cabeza cayó sobre el pecho, sus codos se apoyaron en las rodillas, sus ojos se entornaron.
Y Philip soñó. Soñó que todo había cambiado: la tierra era la misma, las casas eran las mismas, los portones eran los anteriores, pero las personas no eran las mismas en absoluto. Todas las personas eran sabias, no había ni un imbécil, y por las calles andaban franceses y más franceses. Hasta el aguatero razonaba: “Yo, confieso, estoy muy insatisfecho con el clima, y deseo echarle una mirada al termómetro”, y él mismo tenía en sus manos un libro grueso.
-Y tú lee el calendario, -le decía Philip.
La cocinera era estúpida, pero se inmiscuía también en las conversaciones inteligentes, e insertaba sus observaciones. Philip iba a la comisaría para inscribir a los inquilinos, y cosa extraña, incluso en ese lugar severo hablaban sólo de cosas inteligentes, y por todas las mesas había libros. Alguien se acercaba al lacayo Mísha, lo empujaba y le gritaba: “¿Duermes? ¿Te pregunto? ¿Duermes?”
-¿Duermes en la guardia, estúpido? –oía Philip la voz de trueno de alguien. -¿Duermes, canalla, cerdo?
Philip se levantó y se frotó los ojos, delante de él estaba parado el ayudante del jefe de policía.
-¿Ah? ¿Duermes? ¡Te voy a multar, bestia! ¡Te voy a enseñar cómo dormir en la guardia, moorro!
A las dos horas llamaron al portero a la comisaría. Después andaba por la cocina de nuevo. Allí, conmovidos por sus sermones, todos estaban sentados alrededor de la mesa y escuchaban a Mísha, que leía algo deletreando.
Philip, enfadado, sonrojado, se acercó a Mísha, le pegó al libro con la manopla y dijo sombríamente:
-¡Déjalo!
Título original: Umnii dvornik, publicado por primera vez en la revista Zritiel, 1883, Nº 16, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Jean Baptiste Chardin, La criada de cocina, 1738.