Mísha tomó el dinero y empezó a parpadear. No encontraba palabras de gratitud. Sus ojos se enrojecieron y cubrieron de humedad. Él hubiera abrazado a Iván Petróvich, pero... ¡abrazar a los jefes era tan embarazoso!
-Agradécele a mi esposa –dijo otra vez Iván Petróvich. –Ella me lo suplicó... Tú la conmoviste tanto con tu jetita llorosa... Agradécele a ella.Mísha retrocedió y salió del gabinete. Fue a agradecer a su parienta lejana, la esposa de Iván Petróvich. Ésta, una rubia bonita, estaba sentada en un sofacito en su gabinete, y leía una novela. Mísha se detuvo ante ella y pronunció:
-¡No sé, ni cómo agradecerle!
Ella sonrió con indulgencia, soltó el libro y, con gentileza, le señaló un lugar a su lado. Mísha se sentó.
-¿Cómo puedo yo agradecerle? ¿Cómo? ¿Con qué? ¡Enséñeme! ¡María Semiónovna! ¡Usted me hizo más que un beneficio! ¡Pues con este dinero yo celebraré mi boda con mi gentil, mi querida Katia!
Por la mejilla de Mísha resbaló una lágrima. Su voz temblaba.
-¡Oh, le agradezco!
Se inclinó y plantó un beso en la mano rolliza de María Semiónovna.
-¡Usted es tan buena! ¡Y qué bueno es su Iván Petróvich! ¡Qué bueno es, qué indulgente! ¡Tiene un corazón de oro! ¡Usted debe agradecerle al cielo, que le envió a tal esposo! ¡Mi querida, quiéralo! ¡Le suplico, quiéralo!
Mísha se inclinó y plantó un beso en ambas manos a la vez. Una lágrima resbaló por su otra mejilla. Un ojo se le hizo menor.
-¡Él es viejo, no bonito, pero en cambio qué alma tiene! ¡Encuéntreme en algún lugar otra alma igual! ¡No la encuentra! ¡Quiéralo pues! ¡Ustedes, las esposas jóvenes, son tan ligeras! Ustedes buscan en los hombres, ante todo, la apariencia... el efecto... ¡Le suplico!
Mísha tomó sus codos y, febrilmente, los apretó entre sus palmas. En su voz se oían sollozos.
-¡No lo engañe! ¡Engañar a ese hombre, significa engañar a un ángel! ¡Aprécielo, quiéralo! ¡Querer a un hombre tan maravilloso, pertenecer a él... pues es una beatitud! Ustedes, las mujeres, no quieren entender mucho... mucho... ¡Yo a usted la quiero terriblemente, salvajemente, por que usted le pertenece a él! Todo un santuario, que le pertenece a él... Este es un beso santo... No tema, yo soy un novio... No es nada...
Mísha, conmovido, sofocado, se extendió de su oreja a su mejilla, y la rozó con sus bigotes.
-¡No lo engañe, mi querida! ¿Pues usted lo quiere? ¿Sí? ¿Lo quiere?
-Sí.
-¡Oh, maravillosa!
Por un minuto Mísha, con éxtasis y ternura, miró sus ojos. En estos leyó un alma bondadosa...
-¡Usted es maravillosa!... –continuó él, tendiendo la mano hacia su talle. –Usted lo quiere... A ese ángel... maravilloso... Es un corazón de oro... un corazón...
Ella quería liberar su talle de sus manos, empezó a moverse, pero se enredó aún más... Su cabeza- ¡es incómodo estar sentado en esos sofacitos! –cayó sin intención sobre el pecho de Mísha.
-Su alma... corazón... ¿Dónde encontrar otro hombre así? Quererlo... Escuchar los latidos de su corazón... Ir con él mano a mano... Sufrir... compartir las alegrías... ¡Entiéndame! ¡Entiéndame!..
De los ojos de Mísha brotaron las lágrimas... Su cabeza se sacudió febrilmente y se inclinó sobre el pecho de ella. Sollozó y apretó a María Semiónovna entre sus brazos.
¡Es terriblemente incómodo estar sentado en esos sofacitos! Ella quería liberarse de sus brazos, consolarlo, serenarlo... ¡Él estaba tan nervioso! Ella le agradecía, que él era tan dispuesto hacia su esposo... ¡Pero no te parabas de ningún modo!
-Quiéralo... No lo engañe... ¡Le suplico! Ustedes... las mujeres... son tan ligeras... no entienden...
Mísha no dijo una palabra más... Su lengua se enredó y calló...
A los cinco minutos, Iván Petróvich entró para algo a su gabinete... ¡Infeliz! ¿Por qué no llegó antes? Cuando ellos vieron el rostro amoratado del jefe, sus puños apretados, cuando oyeron su voz apagada, ahogada, se pararon...
-¿Qué te pasa? –preguntó María Semiónovna palideciendo.
¡Preguntó, porque hacía falta hablar!
-¡Pero... pero, pues yo francamente, su excelencia! –musitó Mísha. –¡Palabra de honor, francamente!
Título original: Blagodarnii, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 7, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: John Everett Millais, The Black Brunswicker, 1860.