Moscú, 28 de noviembre de 1888.
Las ideas felices1, querido Alexéi Serguéevich, no conviene del todo. El lector está habituado a buscar bajo ese título ideas de índole bernardoniana2. En segundo, ese título no una vez ya fue explotado por los periódicos menores.
Mi cuento3 lo terminaré en su casa, y si sirve para el Tiempo nuevo, pues voy a estar muy contento. Yo lo hubiera terminado ya hace tiempo, pero me molestan así, como nunca antes me molestaron. Los visitantes no tienen fin... ¡Simplemente una tortura! Son tantas conversaciones superfluas sobre el diablo sabe qué, que me aturdí y sueño con Petersburgo como con la tierra prometida. Me sentaré en su cuartito de atrás y no voy a salir.
El cuento sale aburrido. Aprendo a escribir “razonamientos”, e intento apartarme del lenguaje coloquial. Antes de proceder a la novela, hay que habituar la mano propia a trasmitir libremente la idea en forma narrativa. A esa doma me dedico yo ahora. Le daré a leer. Si mis experiencias sirven para algo, pues tómelas, si no sirven, pues así dígalo. Yo tengo mucha mercancía inservible, y no me siento mal por que no la publico. El sujeto del cuento es así: curo a una dama joven, conozco a su esposo, un hombre honrado, que no tiene convicciones ni una visión del mundo; gracias a su situación como ciudadano, amante, esposo, hombre pensante él, quiera o no quiera, se tropieza con cuestiones que, quiera o no quiera, pase lo que pase, debe resolver. ¿Y cómo resolverlas sin tener una visión del mundo? ¿Cómo? Nuestra relación culmina, en que él me da un manuscrito, su “crónica autobiográfica”, compuesto de una multitud de capítulos cortos. Yo escojo esos capítulos que me parecen más interesantes, y se los obsequio al benévolo lector. Mi cuento empieza directamente desde el capítulo VII, y termina en eso que ya es sabido hace tiempo, y precisamente, que una vida sensata sin una visión del mundo definida no es una vida, sino una carga, un horror. Tomo a un hombre saludable, joven, enamoradizo, que sabe beber, disfrutar la naturaleza, filosofar, no libresco y no desilusionado, sino un chico muy común.
Me sale no un cuento, sino un folletín.
Al director de los teatros moscovitas4 lo conozco perfectamente. En una buena mitad mentía sobre las mujeres.
A Echegaray5 se le puede interpretar en la sala de un pequeño burgués, y para Máslov6 es necesario eregir catedrales y cementerios. La diferencia es grande. Si la pieza7 de Máslov fuera tres veces peor pero ordinaria, de costumbres o golpeadora, pues hace tiempo ya que iría donde Korsh. ¡Toda la cuestión no está en si ésta es buena o no! ¿De dónde Máslov sacó que Petipa8 es un Don Juan? Ése es un francés rígido, charolado, y nada más.
Un saludo a los suyos. ¡Son excelentes sus sobres! Cuando me case con una rica, pues me compraré 100 rub. de sobres y 100 rub. de perfumes.
Suyo, A. Chejov.
¿En lugar de Las ideas felices no tomar acaso Sin título?
1Las ideas felices, cuento de Alexéi Suvórin.
2F.K. Bernard, escritor humorista inglés.
3Chejov envía el cuento a Tiempo nuevo, después lee las galeras y las conserva con intención de continuar el cuento más adelante.
4Vladímir Biéguichev, dramaturgo, director de los Teatros imperiales rusos.
5José Echegaray, dramaturgo español, autor de La muerte en los labios y El gran Galeoto, entre otras obras.
6Alexéi Máslov (de seudónimo “Biézhetzkii”), escritor y periodista.
7El seductor sevillano.
8Marius Petipa, célebre bailarín clásico y coreógrafo francés, maestro de ballet de la corte rusa.
Imagen: Alexander Danilichev, Still Life, 1981.