lunes, 11 de febrero de 2008

El tutor


Yo vencí mi timidez y entré al gabinete del general Shmigálov. El general estaba sentado a la mesa y distribuía el patiencecaprice de dame”...1
-¿Qué se le ofrece, querido mío? –me preguntó con cariño, señalando con la cabeza la butaca.
-Yo vengo a verlo, su excelencia, por un asunto –dije, sentándome y abrochándome la levita sin saber para qué. –Yo vengo a verlo por un asunto que tiene un carácter personal, no de servicio. Yo vine a pedirle la mano de su sobrina, Varvára Maxímovna.
El general, con lentitud, volvió su rostro hacia mí, me echó una mirada con atención y dejó caer las cartas al suelo. Movió los labios largo tiempo y dijo:
-¿Usted... este?.. ¿Se chifló, o qué? ¿Se chifló, le pregunto? ¿Usted... se atreve? -silbó, amoratándose. -¡¿Se atreve, chiquillo, mocoso?! Se atreve a bromear... muy señor mío...
Y dando una patada, Shmigálov gritó tan fuerte, que incluso temblaron los cristales.
-¡¡De pie!! ¡Usted olvida con quién habla! ¡Dígnese a retirarse y no mostrarse a mis ojos! ¡Dígnese a salir! ¡Fuera!
-¡Pero yo quiero casarme, su excelencia!
-¡Puede casarse en otro lugar, pero no en mi casa! ¡Usted aún no creció hasta mi sobrina, muy señor mío! ¡Usted no le es pareja! Ni su fortuna, ni su posición social le dan derecho a proponerme esa... ¡propuesta! ¡Esto es una insolencia de su parte! ¡Lo perdono, chiquillo, y le ruego no molestarme más!
-Hum... Usted ya despidió a cinco novios de esa manera... Pero al sexto no logrará despedirlo. Yo sé la causa de esos rechazos. Mire qué, su excelencia... Le doy mi palabra de honor que, después de casarme con Varia, no le voy a exigir ni un kópek de ese dinero, que usted malgastó siendo el tutor de Varia. ¡Le doy mi palabra de honor!
-¡Repita, qué usted dijo! –profirió el general con una especie de voz no natural, bombástica, inclinándose y corriendo al trote cochinero hacia mí, como un ánsar exasperado. -¡Repite! ¡Repite, canalla!
Yo repetí. El general se sonrojó y echó a correr.
-¡Sólo esto faltaba! –empezó a temblequear, corriendo y alzando los brazos. –¡Sólo faltaba, que mis súbditos me hicieran unas ofensas terribles, indelebles en mi propia casa! ¡Dios mío, hasta dónde he llegado! ¡Me siento... mal!
-¡Pero le aseguro, su excelencia! ¡No sólo no le voy a pedir, sino que incluso, ni con una sola palabra le voy a insinuar que usted, por debilidad de carácter, malgastó el dinero de Varia! ¡Y a Varia le voy a ordenar callar! ¡Palabra de honor! ¿Por qué se acalora, rompe la cómoda? ¡No lo voy a llevar a juicio!
-¡Cualquier chiquillo, mocoso... mendigo... se atreve a decirme, directo a la cara, tales ignominias! ¡Dígnese a salir joven, y recuerde que esto yo nunca lo voy a olvidar! ¡Usted me ofendió terriblemente! ¡Por lo demás... lo perdono! Usted dijo esa insolencia por su ligereza, por estupidez... ¡Ah, no se digne a tocar mi mesa con sus dedos, que se lo lleve el diablo! ¡No toque las cartas! ¡Váyase, estoy ocupado!
-¡Yo no toco nada! ¿Qué inventa usted? ¡Yo le doy mi palabra de honor, general! ¡Le doy mi palabra, que incluso no lo voy a insinuar! ¡Y a Varia le voy a prohibir exigirle a usted! ¿Qué más le hace falta pues? Es un excéntrico usted, por Dios... Usted malgastó los diez mil, que le dejó su padre... ¿Bueno, y qué? Diez mil no es mucho dinero... Se puede perdonar...
-¡Yo no malgasté nada... sí! ¡Yo ahora le voy a probar! Ahora mismo... ¡Yo le voy a probar!
El general, con manos trémulas, extrajo de la mesa una gaveta, sacó de ahí un fajo de ciertos papeles y, rojo como un cangrejo, empezó a hojearlos. Los hojeó largo tiempo, con lentitud y sin objetivo. El pobre estaba terriblemente emocionado y confundido. Para su suerte, el lacayo entró al gabinete y anunció que el almuerzo estaba servido.
-Bueno... ¡Después de almuerzo le voy a probar! –empezó a farfullar el general, ocultando los papeles. –De una vez para siempre... para evitar los chismes... ¡Déjeme sólo almorzar... va a ver! Cualquier, perdona señor... mocoso, granuja... la leche en los labios no se le secó... ¡Vaya a almorzar! Yo después de almuerzo... le...
Fuimos a almorzar. Durante el primer y el segundo plato el general estuvo enojado y arrugado. Salaba su sopa con frenesí, rugía como un trueno lejano y se movía en la silla ruidosamente.
-¿Por qué estás tan malo hoy? -le observó Varia. –No me gustas cuando estás así... en verdad...
-¡Cómo te atreves a decir que yo no te gusto! –se enfureció con ella el general.
Durante el tercero y el último plato, Shmigálov suspiró profundamente y parpadeó. Por su rostro se extendió una expresión de abatimiento, de apocamiento... ¡Empezó a parecer tan desdichado, ofendido! De la frente y la nariz le salía un sudor grueso. Después del almuerzo, el general me invitó a su gabinete.
-¡Hijo mío! –empezó, sin mirarme y tirando con sus manos de mi faldón. –Tome a Varia, yo estoy de acuerdo... Usted es un hombre bueno, noble... Estoy de acuerdo... Los bendigo... a ella y a ti, mis ángeles... Tú discúlpame, que yo antes de almuerzo te reprendí aquí... me enojaba... Eso yo, de cariño pues... de padre... Pero sólo, este... yo gasté no diez mil, sino, este... dieciséis mil... Yo y esos, que la tía Natalia le dejó a ella, los derroché... los perdí... Vamos a brindar con champagne... por la dicha… ¿Me perdonas?
Y el general clavó en mí sus ojos grises, prestos a llorar y, al mismo tiempo, jubilosos. Yo le perdoné aún los seis mil y me casé con Varia.
¡Los buenos cuentos siempre terminan con una boda!

1Patiencecaprice de dame”, solitario «capricho de dama».

Título original: Opiekun, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 43, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Ilya Repin, Portrait of V. K. Pleve, 1902.