martes, 2 de octubre de 2012

El doctor


En la sala había silencio, tanto silencio que se oía con distinción cómo golpeaba por el techo un tábano, que había entrado volando desde el patio. La dueña de la casa de campo, Olga Ivánovna, estaba parada junto a la ventana, miraba al cantero florido y pensaba. El doctor Svietkóv, su médico de familia y antiguo conocido, invitado para tratar a Mísha, estaba sentado en la butaca, meneaba su sombrero, que sostenía en ambas manos, y pensaba también. Excepto ellos, en la sala y las habitaciones contiguas no había ni un alma. El sol ya se había puesto y en las esquinas, debajo de los muebles y en las cornisas empezaban a acostarse las sombras vespertinas.
El silencio fue interrumpido por Olga Ivánovna.
-Una desgracia más horrible no se puede concebir -dijo, sin voltearse de la ventana-. ¿Usted sabe?, sin ese chico la vida no tiene ningún valor para mí.
-Sí, yo sé eso -dijo el doctor.
-¡Ningún valor! -repitió Olga Ivánovna, y su voz tembló-. Él es todo para mí. Él es mi alegría, mi felicidad, mi riqueza, y, si como usted dice, yo dejo de ser madre, si él... se muere, pues de mí quedará sólo una sombra. Yo no voy a sobrevivir.
Torciéndose las manos, Olga Ivánovna se paseó de una ventana a la otra, y continuó:
-Cuando él nació yo quería enviarlo a la casa de educación, usted recuerda eso, pero Dios mío, ¿acaso se puede comparar entonces y ahora? Entonces yo era trivial, estúpida, voluble, pero ahora soy una madre... ¿entiende? Yo soy una madre y no quiero saber nada más. Entre el ahora y el pasado hay todo un abismo.
Sobrevino un silencio de nuevo. El doctor se resentó de la butaca al diván y, jugando con el sombrero impaciente, dirigió una mirada a Olga Ivánovna. Por su rostro se veía que quería hablar, y esperaba un minuto cómodo para eso.
-Usted calla, pero yo de todas formas no pierdo la esperanza- dijo la dueña, volteándose-. ¿Por qué pues calla?
-Yo me alegraría de una esperanza no menos que usted, Olga, pero no la hay- respondió Svietkóv-. Es necesario mirar al monstruo directo a los ojos. El chico tiene tuberculosis de cerebro, y es necesario intentar prepararse para su muerte, ya que de esa enfermedad nunca se recuperan.
-Nikolai, ¿usted está seguro de que no se equivoca?
-Tales preguntas no conducen a nada. Yo estoy dispuesto a responder cuanto le plazca, pero por eso no vamos a sentir alivio.
Olga Ivánovna cayó de rostro hacia la cortina de la ventana, y rompió a llorar con amargura. El doctor se levantó y se paseó varias veces por la sala, luego se acercó a la llorosa y rozó su mano levemente. A juzgar por su movimiento indeciso, por la expresión de su rostro sombrío, que estaba oscuro por el crepúsculo vespertino, quería decir algo.
-Escuche Olga -empezó-. Concédame un minuto de atención. Yo necesito preguntarle sobre algo. Por lo demás, usted ahora no está para mí. Yo después… luego…
Se sentó de nuevo y se quedó pensativo. El llanto amargo, suplicante, parecido al llanto de una muchacha, continuó. Sin esperar su final, Svietkóv suspiró y salió de la sala. Se dirigió al cuartito infantil de Misha. El chico como antes yacía de espalda y miraba inmóvil a un punto, como prestando oídos. El doctor se sentó en su cama y le tomó el pulso.
-Misha, ¿te duele la cabeza? -preguntó.
Misha respondió no enseguida:
-Sí. Yo sueño con todo.
-¿Con qué pues tú sueñas?
-Con todo...
El doctor, que no sabía hablar con las mujeres llorosas ni con los niños, lo acarició por la cabeza caliente y farfulló:
-No importa, pobre chico, no importa... En este mundo no se puede vivir sin enfermedades... Misha, ¿quién soy yo? ¿Tú me reconoces?
Misha no respondía.
-¿Te duele mucho la cabeza?
-Mu... mucho. Yo sueño con todo.
Examinado a éste y hecho algunas preguntas a la doncella, que cuidaba al enfermo, el doctor regresó sin prisa a la sala. Allí ya estaba oscuro y Olga Ivánovna, parada junto a la ventana, parecía una silueta.
-¿Prender el fuego? -preguntó Svietkóv.
No siguió una respuesta. El tábano continuó volando y golpeando por el techo. Desde el patio no llegaba ni un sonido, como si todo el mundo pensara al unísono con el doctor, y no se decidiera a hablar. Olga Ivánovna ya no lloraba, sino como antes, en un profundo silencio, miraba el cantero florido. Cuando Svietkóv se acercó a ella y, a través del crepúsculo, echó una mirada a su rostro pálido, fatigado por la pena, ella tenía una expresión que a él le había tocado ver antes, durante los accesos de la migraña fortísima, aturdidora.
-¡Nikolai Trofímich! -llamó-. Escuche, ¿y si llamar al concilio?
-Está bien, yo lo invitaré mañana.
Por el tono del doctor se podía juzgar fácilmente, que creía poco a favor del concilio. Olga Ivánovna quería preguntar algo aún, pero los sollozos se lo impidieron. De nuevo cayó de rostro hacia la cortina. En ese momento, desde el patio llegaron con nitidez los sonidos de una orquesta, que tocaba en el círculo campestre. Se oían no sólo las trompetas, sino incluso los violines y las flautas.
-¿Si él sufre, pues por qué calla? -preguntó Olga Ivánovna-. En todo el día ni un sonido. Él nunca se queja ni llora. Yo sé, Dios nos quita a ese pobre chico, por que nosotros no supimos valorarlo. ¡Qué tesoro!
La orquesta terminó la marcha y pasado un minuto, para el inicio del baile, rompió a tocar un vals jubiloso.
-Señor, ¿pero es posible que no se pueda ayudar con nada? -gimió Olga Ivánovna-. ¡Nikolai! ¡Tú eres un doctor y debes saber qué hacer! ¡Entienda, que yo no soportaré esta pérdida! ¡Yo no voy a sobrevivir!
El doctor, que no sabía hablar con las mujeres llorosas, suspiró y caminó en silencio por la sala. Pasó una serie de pausas fatigosas, interrumpidas por el llanto y unas preguntas que no conducían a nada. La orquesta ya había alcanzado a tocar una cuadrilla, una pólka y aún una cuadrilla. Se hizo oscuro por completo. En la sala contigua la doncella encendió la lámpara, y el doctor todo el tiempo no soltaba de las manos el sombrero y se disponía a decir algo. Olga Ivánovna fue varias veces a donde su hijo, se sentó cerca de él una media hora y regresó a la sala, a cada rato se ponía a llorar y murmurar. El tiempo se extendía de modo torturante, y la noche, al parecer, no tenía fin.
A medianoche, cuando la orquesta tocó un cotillón y se calló, el doctor se dispuso a irse.
-Yo vendré mañana -dijo, estrechando la mano fría de la dueña-. Usted acuéstese a dormir.
Tras ponerse el paletó en el vestíbulo y tomar el bastón en la mano, estuvo parado, pensó y regresó a la sala.
-Yo, Olga, vendré mañana- repitió con voz trémula-. ¿Oye?
Ella no respondía y, al parecer, había perdido la capacidad de hablar por la pena. Con el paletó y no soltando de las manos el bastón, Svietkóv se sentó junto a ella y rompió a hablar en un semi-susurro suave, tierno, que no le iba por completo a su figura sólida, pesada:
-¡Olga! En nombre de su pena, que yo comparto... Ahora, cuando la mentira es criminal, yo le suplico decirme la verdad. Usted siempre me aseguró, que ese chico era mi hijo. ¿Es verdad acaso eso?
Olga Ivánovna callaba.
-Usted fue el único apego de mi vida -continuó Svietkóv-, y no se puede imaginar, cuán profundo se insultó mi sentimiento con la mentira... Bueno, le ruego, Olga, siquiera una vez en la vida decirme la verdad... En estos minutos no es posible mentir... Dígame, que Misha no es mi hijo... Yo espero.
-Él es suyo.
El rostro de Olga Ivánovna no era visible, pero en su voz a Svietkóv le pareció oír un titubeo. Él suspiró y se levantó.
-Hasta en tales minutos usted se decide a decir una mentira -dijo con su voz ordinaria-. ¡Usted no tiene nada sagrado! Escúcheme, entiéndame… En mi vida usted fue el único apego. Sí, usted era viciosa, trivial, pero excepto usted yo no amé a nadie en la vida. Ese amor pequeño ahora, cuando yo me hago viejo, constituye la única mancha luminosa en mis recuerdos. ¿Por qué pues usted la oscurece con una mentira? ¿Para qué?
-Yo a usted no lo entiendo.
-¡Ah, Dios mío! -gritó Svietkóv-. ¡Usted miente, entiende a la perfección! -gritó aún más alto y caminó por la sala, agitando su bastón enojado-. ¿O usted lo olvidó? ¡Así pues yo le recordaré! ¡Los derechos paternos sobre ese chico, lo comparten conmigo en igual grado Petróv y el abogado Kuróvskii, que así mismo, como yo, hasta ahora le dan dinero a usted para la educación de su hijo! ¡Sí! ¡Todo eso me es sabido a la perfección! ¡Yo perdono la mentira pasada, vaya con Dios, pero ahora cuando usted envejeció, en estos minutos, cuando un chico se muere, su mentir me asfixia! ¡Cómo yo lamento que no sé hablar! ¡Cómo lo lamento!
Svietkóv se desabrochó el paletó y, continuando caminando, dijo:
-¡Mujer de basura! ¡En ella no influyen hasta tales minutos! ¡Ella ahora miente con tal libertad, como nueve años atrás en el restaurante Hermitage! ¡Ella teme que si me descubre la verdad, pues yo dejaré de darle dinero! ¡Ella piensa que si no mintiera, pues yo no amaría a ese chico! ¡Usted miente! ¡Eso es bajo!
Svietkóv golpeó el suelo con el bastón y gritó:
-¡Esto es asqueroso! ¡Criatura quebrada, retorcida! ¡A usted hay que despreciarla, y yo debo avergonzarme de mi sentimiento! ¡Sí! Su mentira de todos los nueve años la tengo atravesada en la garganta, yo la aguanté, ¡pero ahora es suficiente! ¡Es suficiente!
Desde la esquina oscura, donde estaba sentada Olga Ivánovna, se oyó un llanto... Svietkóv calló y graznó. Sobrevino un silencio. El doctor se abrochó el paletó con lentitud, y empezó a buscar el sombrero que dejara caer caminando.
-Yo me saqué de quicio –farfulló, inclinándose bajo hacia el suelo-. No tuve en cuenta por completo, que usted ahora no está para mí... Dios sabe qué dije. Usted, Olga, no preste atención.
Él encontró el sombrero y se dirigió a la esquina oscura.
-Yo la insulté -dijo en un semi-susurro suave, tierno-. Pero le suplico otra vez, Olga. Dígame la verdad. Entre nosotros no debe haber la mentira... Yo hablé de más, y usted ahora sabe que Petróv y Kuróvskii no constituyen un secreto para mí. Por lo tanto, ahora le es fácil decir la verdad.
Olga Ivánovna pensó y, titubeando visiblemente, dijo:
-Nikolai, yo no miento. Misha es suyo.
-Dios mío -gimió Svietkóv-, así pues yo le diré más aún: yo tengo guardada su carta a Petróv, ¡donde usted lo llama padre de Misha! ¡Olga, yo sé la verdad, pero quisiera oírla de usted! ¿Oye?
Olga Ivánovna no respondió y continuó llorando. Esperado la respuesta, Svietkóv se encogió de hombros y salió.
-Yo vendré mañana -graznó desde el vestíbulo.
Todo el camino, sentado en su carroza, se encogió de hombros y farfulló:
-¡Qué lástima que yo no sé hablar! No tengo el don de convencer y asegurar. ¡Obviamente, ella no me entiende si miente! ¡Obviamente! ¿Cómo pues explicarle a ella? ¿Cómo?
 
Título original: Doktor, publicado por primera vez en el periódico Peterburgskaya gazeta, 1887, Nº 224, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Iosif Braz, Portrait of S. A Bakhrushin, 1904.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

En la noche de navidad


Una mujer joven de unos veintitrés años, con un rostro terriblemente pálido, estaba parada en la orilla del mar y miraba a la lejanía. Desde sus pies pequeños, calzados con unas botitas de terciopelo, iba abajo hacia el mar una escalera antigua, estrecha con una baranda muy movible.
La mujer miraba a la lejanía, donde se entreabría una extensión inundada por una tiniebla profunda, impenetrable. No se veían ni las estrellas, ni el mar cubierto de nieve, ni luces. Caía una lluvia fuerte.
"¿Qué hay allá?", pensaba la mujer mirando fijamente a la lejanía, y arropándose con su pelliza y chal empapados por el viento y la lluvia.
En algún lugar allá, en esa oscuridad impenetrable, a unas cinco-diez vérstas o incluso más, debía estar en ese tiempo su marido, el hacendado Litvínov, con su artel de pescadores. Si la ventisca de los dos últimos días en el mar, no había cubierto de nieve a Litvínov y a sus pescadores, pues éstos se apuraban ahora a la orilla. El mar se hinchaba y, decían, pronto empezaría a romper el hielo. El hielo no podía soportar ese viento. ¿Lograría acaso su trineo de pescador, con sus guardalodos deformes, pesados y no manejables alcanzar la orilla, antes de que la mujer pálida oyera el bramido del mar despierto? La mujer apasionadamente quería ir abajo. La baranda se movía bajo su mano y mojada, pegajosa se resbalaba de sus brazos, como una anguila. Se sentó en un peldaño y empezó a bajar a gatas, aguantándose con las manos firmemente de los peldaños fríos, fangosos. El viento tironeó y abrió su pelliza por entero. Sobre su pecho sopló la humedad.
-¡San Nicolás milagroso, esta escalera no tiene fin! –susurraba la mujer joven, escogiendo los peldaños.
La escalera tenía exactamente noventa peldaños. Ésta iba no en curvas, sino en línea recta abajo, en un agudo ángulo de plomada. El viento maligno la oscilaba de un costado al otro, y ésta crujía como una tabla lista a rajarse. A los diez minutos la mujer ya estaba abajo, junto al mismo mar. Y allí abajo había la misma oscuridad. El viento allí se hacía aún más maligno que arriba. La lluvia fluía y al parecer no tenía fin.
-¿Quién va? -se oyó una voz masculina.
-Soy yo, Denís...
Denís, un viejo alto robusto con una gran barba canosa, estaba parado en la orilla con un gran bastón, y también miraba a la lejanía impenetrable. Estaba parado y buscaba en su ropa un lugar seco, para rayar un cerillo en éste y prender su pipa.
-¿Es usted, señora Natalia Serguéevna? -preguntó con una voz perpleja-. ¡¿Con tal mal tiempo?! ¿Y qué va a hacer aquí? Con su complexión después del parto, un resfriado es una muerte segura. ¡Vaya, mátushka, a la casa!
Se oyó el llanto de una vieja. Lloraba la madre del pescador Yevséy, que había ido con Litvínov a la pesca. Denís suspiró y dejó de la mano.
-Viviste tú, vieja -dijo al espacio-, setenta años en este mundo, y eres como un niño pequeño, sin un concepto. ¡Pues sobre todo, tú, imbécil, está la voluntad de Dios! ¡Con tu debilidad anciana tienes que acostarte en la estufa, y no sentarte en la humedad! ¡Vete de aquí con Dios!
-¡Pero mi Yevséy pues, Yevséy! ¡Sólo lo tengo a él, Denísushka!
-¡La voluntad de Dios! Si a él no le está destinado, digamos, morir en el mar, pues deja que el mar se rompa siquiera cien veces, y él se quedará vivo. Y si, madre mía, le está destinado esta vez aceptar la muerte, pues no nosotros debemos juzgar. ¡No llores, vieja! ¡No está solo Yevséy en el mar! Allá está el señor Andréi Petróvich. Allá están Fiédka, Kuzmá y Tarasiénkov Alióshka.
-¿Y ellos están vivos, Denísushka? -preguntó Natalia Serguéevna con una voz trémula.
-¡Y quién sabe pues, señora! Si ayer y hace tres días la ventisca no los cubrió, por lo tanto, están vivos. Si el mar no se rompe, estarán vivos del todo. Mira pues, qué viento. ¡Como alquilado, vaya con Dios!
-¡Alguien va por el hielo! -dijo de pronto la mujer joven con una voz ronca no natural, como con susto, dando un paso atrás.
Denís entornó los ojos y prestó oídos.
-No, señora, no va nadie -dijo-. Eso el tontito Petrúsha está sentado en el bote, y mueve los remos. ¡Petrúsha! -gritó Denís-. ¿Estás sentado?
-¡Estoy sentado, abuelo! -se oyó una voz débil, enferma.
-¿Te duele?
-¡Me duele, abuelo! ¡No tengo fuerza!
En la orilla junto al mismo hielo había un bote. En el bote en su mismo fondo estaba sentado un muchacho alto, con unos brazos y piernas largos deformes. Era el tontito Petrúsha. Apretando los dientes y con todo el cuerpo temblando, miraba a la lejanía oscura y también intentaba discernir algo. Esperaba algo del mar. Sus brazos largos se aguantaban de los remos, y la pierna izquierda estaba doblada bajo el torso.
-¡Está enfermo nuestro tontito! -dijo Denís acercándose al bote-. Le duele la pierna al cordial. Y perdió el juicio el muchacho por el dolor. ¡Si tú, Petrúsha, fueras al calor! Aquí te vas a resfriar peor aún…
Petrúsha callaba. Temblaba y se arrugaba por el dolor. Le dolía el muslo izquierdo, su lado posterior, ese preciso lugar por donde pasaba el nervio.
-¡Ve, Petrúsha! -dijo Denís con una voz suave, paternal-. Acuéstate en la estufa, y Dios quiera, ¡para maitines se te calmará la pierna!
-¡Olfateo! -farfulló Petrúsha, aflojando la mandíbula.
-¿Qué tú olfateas, tontito?
-El hielo se rompió.
-¿De dónde lo olfateas?
-Un rumor así oigo. Un rumor del viento, otro del agua. Y el viento se volvió otro: más suave. A unas diez vérstas de aquí ya se rompe.
El viejo prestó oídos. Escuchó largo tiempo, pero no entendió nada en el zumbido general, excepto el aullido del viento y el regular rumor de la lluvia.
Pasó media hora de espera y silencio. El viento hacía su asunto. Se volvía más y más maligno y, al parecer, había decidido fuera como fuera romper el hielo, quitarle a la vieja su hijo Yevséy, y a la mujer pálida su marido. La lluvia entre tanto se volvía más y más débil. Pronto se hizo tan escasa, que ya se pudo distinguir en la oscuridad las figuras humanas, la silueta del bote y la blancura de la nieve. A través del aullido del viento se podía oír un tañido. Eso tañían arriba, en el pueblo de pescadores, en el campanario antiguo. Las personas, atrapadas en el mar por la ventisca y después por la lluvia, debían ir hacia ese tañido, la tabla de la que se agarraba el ahogado.
-¡Abuelo, el agua ya está cerca! ¿Oyes?
El abuelo prestó oídos. Esta vez oyó un zumbido, no parecido al aullido del viento o al rumor de los árboles. El tontito tenía razón. No se podía ya dudar, de que Litvínov con sus pescadores no regresaría a tierra a celebrar la navidad.
-¡Se terminó! -dijo Denís-. ¡Se rompe!
La vieja chilló y se sentó en la tierra. La señora, mojada y temblando de frío, se acercó al bote y empezó a escuchar. Y oyó un zumbido siniestro.
-¡Puede ser, es el viento! -dijo ella-. ¿Tú estás convencido, Denís, de que eso se rompe el hielo?
-¡La voluntad de Dios!.. Por nuestros pecados, señora...
Denís suspiró y agregó con una voz tierna:
-¡Sírvase arriba, señora! ¡Usted así ya se empapó!
Y las personas paradas en la orilla oyeron una risa serena, una risa infantil, dichosa... Se reía la mujer pálida. Denís graznó. Él siempre graznaba cuando quería llorar.
-¡Se tocó de la mente pues! -le susurró a la silueta oscura del mujík.
El aire se hizo más luminoso. Asomó la luna. Ahora todo se veía: el mar, con los montones de nieve derretidos a medias, la señora, Denís, el tontito Petrúsha, arrugado por el dolor insufrible. A un costado estaban parados los mujíks, que sostenían en las manos unas cuerdas para algo.
Resonó el primer crujido nítido no lejos de la orilla. Pronto resonó otro, un tercero, y por el aire se divulgó un crujido aterrador. La mole blanca infinita onduló y se oscureció. El monstruo se despertaba y empezaba su vida turbulenta.
El aullido del viento, el rumor de los árboles, los gemidos de Petrúsha y el tañido, todo se acalló tras el bramido del mar.
-¡Hay que irse arriba! -gritó Denís-. Ahora la orilla va a inundarse y cubrirse de hielos. ¡Y ahora va a empezar maitines, muchachos! ¡Vaya, mátushka-señora! ¡A Dios así le place!
Denís se acercó a Natalia Serguéevna y la tomó del codo con cuidado...
-¡Vamos, mátushka! -dijo con ternura, con una voz llena de compasión.
La señora apartó a Denis con la mano y, alzando la cabeza animada, fue a la escalera. Ya no estaba tan mortalmente pálida, en sus mejillas jugaba un rubor saludable, como si en su organismo hubieran vertido sangre fresca; sus ojos ya no miraban llorosos, y sus manos, que retenían el chal en el pecho, no temblaban como antes... Ahora sentía que ella misma, sin la ayuda ajena, sabría pasar por la alta escalera...
Pisado el tercer peldaño, se detuvo como clavada. Delante de ella estaba parado un hombre alto, garboso con unas botas grandes y una zamarra...
-Soy yo, Natasha... ¡No temas! -dijo el hombre.
Natalia Serguéevna se tambaleó. En el alto gorro de añino, el bigote negro y los ojos negros reconoció a su marido, el hacendado Litvínov. El marido la levantó en sus brazos y la besó en la mejilla, además la bañó con los vapores del jerez y el cognac. Estaba levemente borracho.
-¡Alégrate, Natasha! -dijo-. Yo no me perdí bajo la nieve y no me ahogué. Durante la ventisca, con mis muchachos, alcancé hasta Taganróg, de donde pues vine a ti... y vine...
El farfullaba y ella, pálida y trémula de nuevo, lo miraba con ojos perplejos, asustados. Ella no creía...
-¡Cómo te empapaste, cómo tiemblas! -susurró él, apretándola contra su pecho...
Y por su rostro borracho de dicha y vino se derramó una sonrisa suave, infantil, buena… ¡Lo habían esperado en ese frío, a esa hora nocturna! ¿Acaso eso no era amor? Y se echó a reír de dicha...
Un lamento penetrante, que desgarraba el alma respondió a esa risa serena, dichosa. Ni el bramido del mar, ni el viento, nada estaba en condición de sofocarlo. Con el rostro desfigurado por la desolación, la mujer joven no tuvo fuerzas para retener ese lamento, y éste escapó al exterior. En éste se oía todo: un matrimonio a la fuerza, una insalvable antipatía hacia el marido, la angustia de la soledad y, finalmente, la frustrada esperanza de una viudez libre. Toda su vida con su pesar, lágrimas y dolor se derramó en ese lamento, no sofocado incluso por los témpanos crujientes. El marido entendió ese lamento, y no se podía no entenderlo...
-¡Te es amargo que la nieve no me cubrió, o que el hielo no me aplastó! -farfulló.
El labio inferior le tembló, y por su rostro se derramó una sonrisa amarga. Se apeó del peldaño y bajó a su mujer a la tierra.
-¡Que sea a tu forma! -dijo.
Y, tras voltearse de su mujer, fue al bote. Allí el tontito Petrúsha, apretando los dientes, temblando y saltando en un pie, arrastraba el bote al agua.
-¿A dónde tú vas? -le preguntó Litvínov.
-¡Me duele, su excelencia! Yo me quiero ahogar... A los difuntos no le duele...
Litvínov saltó al bote. El tontito se metió tras él.
-¡Adiós, Natasha! -gritó el hacendado-. ¡Que sea a tu forma! ¡Recibe eso que esperabas, parada ahí en el frío! ¡Con Dios!
El tontito agitó los remos y el bote, tropezando con un gran témpano, navegó al encuentro de las olas altas.
-¡Rema, Petrúsha, rema! -decía Litvínov-. ¡Sigue, sigue!
Litvínov, aguantado del borde del bote, se balanceaba y miraba atrás. Se había esfumado su Natasha, se habían esfumado las lucecitas de las pipas, se había esfumado la orilla finalmente...
-¡Regresa! -oyó él la voz femenina rasgada.
Y en ese “regresa”, le parecía, se oía una desolación.
-¡Regresa!
A Litvínov le palpitó el corazón... Lo llamaba su mujer, y ahí aún en la orilla, en la iglesia tocaban a maitines de navidad.
-¡Regresa! -repetía con súplica la misma voz.
El eco repitió esa palabra. Los témpanos crujieron esa palabra, el viento la chilló, y el tañido de navidad decía: “Regresa”.
-¡Vamos atrás! -dijo Litvínov, tirando al tontito de la manga.
Pero el tontito no oía. Apretando los dientes por el dolor y mirando a la lejanía con esperanza, trabajaba con sus brazos largos... A él nadie le gritaba “regresa”, y el dolor del nervio, que le había empezado desde la infancia, se hacía más agudo y ardiente... Litvínov le agarró los brazos y los jaló hacia atrás. Pero sus brazos estaban duros como una piedra, y no era fácil arrancarlos de los remos. Y además era tarde. Al encuentro del bote se deslizaba un témpano inmenso. Ese témpano debía liberar a Petrúsha de su dolor para siempre...
Hasta la mañana estuvo parada la mujer pálida en la orilla del mar. Cuando, semi-helada y agotada por la tortura moral, la llevaron a la casa y la acostaron en el lecho, sus labios aún continuaban susurrando: “¡Regresa!”
En la noche de navidad ella amó a su marido...

Título original: V rozhdestvenskuyu noch, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1883, Nº 50, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Ivan Aivazovsky, Ice Mountains in Antarctica, Icebergs (detail), 1870.

sábado, 23 de junio de 2012

Al.P. Chejov a Chejov


Petersburgo, 4 de marzo de 1888.

Literario... holandés.
Tu Estepa1 aún no la leí, aunque Buriénin2 ya escribió sobre ésta “una crítica de la crítica3”. El primero que la leyó fue Suvórin4, y olvidó beberse la taza de té. Delante de mí, Anna Ivánovna5 se la cambió tres veces. Se aficionó el vejete. Luego el número de El heraldo del norte ingresó a Buriénin, y de él ingresará a mí. Lee por eso la exposición de eso, que me tocó oír. En primer lugar Buriénin, por todos tus defectos y fallos en La estepa, me amonestó a mí (eso es ya mi suerte amarga de ser el hermano): los judíos salieron débiles pero no en general débiles, sino en comparación con esos personajes, que tú mostraste a su lado en La estepa. Por sí mismos, como judíos, no pecarán en absoluto ante el Talmud, pero “para la quinta clase se puede mejor”. Petersen6 anda de cabeza por el éxtasis, e intenta convencer a todo el universo de que tu Estepa, no es mi Bayoneta7. Le gusta en particular esa opinión filosófica, de que el hombre vive del pasado. En general pues grita, mueve las manos furioso, ondea el vientre y está dispuesto a comerse a todo, quien se permita dudar de que los genios existen. En un alegre frenesí, casi no me comió a mí e injurió a todos los colaboradores, por que se atreven a embadurnar papel e imprimir sus borrones incapaces, al mismo tiempo que existen los poderosos mohicanos. Sólo falta que alguien, en nombre de tu Estepa, le tuerza el cuello: él tomaría eso como la indudable, aplastante influencia de tu talento. En todo caso, un jarro de agua fría sería apropiado. El mejor apreciador resultó nuestro redactor Fiódorov8. Éste directamente declaró: “Qué excéntricos, señores, son ustedes: está bien escrito, Buriénin lo elogiará, si está mal lo injuriará, y todo está ahí. No hay por qué perder el juicio y agitarse. Yo tengo fuera todo un montón de cuentos talentosos “para devolución”. Si yo, con motivo de cada uno de éstos, me agitara, hace mucho tiempo que no estaría en el mundo”. “Sí, viejo -le respondió Buriénin, -tienes razón, aunque mientes. Tú amas lo escrito pero singular: tú amas los trazos en las caras de las mujeres francesas con quienes fornicas. Pero fornicar mucho no conviene, y tú morirás no de los cuentos, sino de la incontinencia. Avergüénzate viejo, es hora de que te elabores una verdadera visión de las cosas. Pues tú no eres joven, incluso estuviste en la cárcel...”
Buriénin también se alegra, y vertió su alegría en un folletín que aún no leí, ya que escribo antes de que me trajeran el periódico. Pero él ordenó informarte lo siguiente: “Está escrito maravillosamente”. Tales descripciones de la estepa, como la tuya, él las leyó sólo en Gógol y en Tolstoi. La tormenta que se encadena pero no se desencadena, es el colmo de la perfección. Los personajes -excepto los judíos- están como vivos. Pero tú no sabes aún escribir relatos: de cada pliego de imprenta se puede hacer un cuento por separado, pero tu Estepa es el principio o, más bien, el preludio de una cosa grande, que tú escribes. Todos los Koroliénkos9 y Gárshins10 palidecen ante ti (así y escríbale a él: palidecen). Tú eres el más destacado y el único de los escritores jóvenes modernos. “Que sólo escriba algo grande...”
Así, Antósha, escribe algo grande.
El 29 de febrero Suvórin dio aquí un almuerzo a los colaboradores, con motivo del 12 aniversario de Tiempo nuevo. Los visitantes fueron todos los que escriben. Bebieron por la poderosa fuerza militar, por la poderosa fuerza de la palabra impresa, y Gey11 en privado bebió por la no menos poderosa fuerza de la palabra no impresa. Fue divertido y alegre. Gorbunóv12 estaba en su plato y representó al general Ditiátin13. Las pláticas giraron de manera principal alrededor de “la tendencia”, y de “si golpearemos nosotros a los alemanes”. Gorbunóv “relató” con ese motivo que en algún lugar de Alemania, en las aguas, un general alemán le dio unas palmadas amistosas en el hombro y declaró: “nosotros de ustedes (o sea de los rusos) nos cuidamos”, y cuando surgió la plática sobre Coburgo14 pues él, convertido en cabeza de melón, declaró con pesar que no le daba lástima Coburgo, sino le daba lástima la madre, Clementina Ivánovna. El general Cherniáev Mij. Gr.15 recontó muy diestramente sus hazañas. Respondiendo al brindis a su salud, dijo con modestia: “Cuando beben a mi salud, yo siempre siento que no soy digno. ¿Por qué? ¿Por Tashként acaso? Éste y ahora yace como una carga sobre el Estado; ¿por Serbia? Ésta...”, y demás. En una palabra, todos los presentes oyeron en la modesta respuesta del general la historia de toda su actividad. Hubo brindis desafortunados. El oficinista de la tipografía, Neupokóev16, dijo sólo tres palabras: “Señores, esa poca...” pero ahí mismo lo asediaron y le probaron razonablemente que, con esas pocas palabras, él dijo incluso más de lo debido. El viejo Maxímov17 (Un año en el norte) se alimonó, y todo el almuerzo se esforzó por romper a llorar, compadeciéndose del dolor de la enviudada emperatriz alemana. El almuerzo sin vino costaba 8 rub. por morro (no a nosotros, sino a Suvórin). Yo, sin nada que hacer, llevé la estadística de los nombres de los colaboradores. Resultaron: 5 Alexéevs, 7 Nikoláis, 5 Alexánders, 4 Vasílis y demás, todos homónimos.
Se expone en Peter el cuadro de Makóvskii18 La muerte de Johan el terrible. Gorbunóv está representado en éste en el papel de bufón, y tan afortunadamente, que Peter va a mirar no el cuadro, sino a Gorbunóv con gorro.
Escarbando por obligación en los archivos de manuscritos, me tropecé con el adjunto. Se remonta éste al año 1881-82. ¿No te servirá acaso su sujeto en alguna de las creaciones futuras? Me parece que esta cuestión no fue tocada aún en la literatura.
Suvórin me ordenó enviarte el manuscrito de cierto cosaco19, que tú mandaste. Éste no será publicado. El vejete siempre tiene desorden en la mesa, y el manuscrito no se encontraba. Por si acaso te informo.
Estuvo en casa ayer Vsiévolod Davídov20. ¡Fiuit21!
Con Léikin22 no me veo, con Bilíbin23 tampoco. En general con nadie. Anna24 se había recuperado, pero ahora de nuevo se puso peor: le apareció un dolor en la región del hígado. Cuándo esta quiromancia terminará, sólo Alá sabe. Cada día es un aturdimiento, y final no se preve. Viví la vida sin vivir.
Sería deseable leer siquiera una línea de respuesta. Te deseo diarrea.
Tuyo, Gúsiev.
Las reverencias habituales, por rango.
¿Recibieron acaso ambos tú e Iván25, las cartas y los libros anteriores? Me es importante saber ¿acaso los libros llegan como impreso?

1La estepa, relato de Antón Chejov, publicado por primera vez en El heraldo del norte, 1888, Nº 3, con la firma “Antón Chejov”.
2Víctor Buriénin, escritor, dramaturgo, crítico literario, colaborador del periódico Tiempo nuevo.
3En sus Crónicas críticas, Víctor Buriénin señala la virtud artística del relato, pero lo considera “sólo un fragmento, como el preludio de una novela grande” (Tiempo nuevo, 1888, Nº 4316, 4 de marzo). 
4Alexéi Suvórin, escritor, dramaturgo, periodista, autor de artículos políticos, dueño del periódico Tiempo nuevo y de la editorial Suvórin.
5Anna Suvórina, segunda esposa de Alexéi Suvórin.
6Vladímir Petersen (de seudónimo Ladózhskii), teniente, periodista, colaborador de los periódicos Tiempo nuevo y Las noticias de San Petersburgo.
7La bayoneta,
8Mijaíl Fiódorov, redactor nominal del periódico Tiempo nuevo, y de la serie libresca La biblioteca barata
9Vladímir Koroliénko, escritor, novelista, periodista ucraniano, deportado en 1879 por participar en un movimiento revolucionario, autor de El sueño de Makar y El músico ciego entre otros cuentos.
10Vsiévolod Gárshin, escritor, se alista de voluntario para la guerra ruso-turca, autor de La flor roja y La señal entre otros cuentos, se suicida en 1888 saltando al hueco de una escalera.
11Bogdán Gey (de verdadero apellido Geyman), jefe de la sección extranjera del periódico Tiempo nuevo.
12Iván Gorbunóv, escritor, actor, maestro de cuentos orales.
13El general Ditiátin, libro de historias humorísticas (y personaje) de Iván Gorbunóv.  
14Fernando de Sajonia-Coburgo-Gotha o Fernando Ipríncipe regente de Bulgaria  desde 1887, meses después de la abdicación de su predecesor, Alejandro I de Bulgaria.  
15Mijaíl Cherniáev, general del ejército zarista, funcionario del Ministerio de guerra.
16Arkádii Neupokóev, oficinista, luego director de la tipografía de Alexéi Suvórin.
17Serguéi Maxímov, escritor, etnógrafo, participa en una expedición por los gobiernos norteños de Rusia, publica en 1859 el libro Un año en el norte.
18Nikolai Makóvskii, pintor, miembro de la célebre Cooperativa de exposiciones ambulantes de obras de pintores rusos.
19El cosaco, relato de Antón Chejov, publicado por primera vez en La gaceta de Petersburgo, 1887, Nº 99, con la firma “A. Chejonté”.
20Vsiévolod Davídov, fundador y redactor de la revista El espectador, dueño de una tipografía.
21Fiuit (expresión familiar),  para significar alejamiento, desaparición de alguien o algo.
22Nikolai Léikin, novelista, humorista, editor y redactor de la revista Retazos, colaborador de las revistas La gaceta de Petersburgo y El contemporáneo. 
23Víctor Bilíbin (de seudónimo I. Grek), escritor humorista, secretario de la revista Retazos, trabaja en el departamento de correo y telégrafo.
24Anna Jrushóva, esposa civil de Alexánder Chejov, hermano de Chejov.
25Iván Chejov, pedagogo, hermano de Chejov.

Imagen: Vasily Surikov, Bronze horseman, 1870.

jueves, 22 de marzo de 2012

La disgregación de la compensación

I

En la casa del decano del distrito Bóndariev, Mijaíl Ilích, iba la víspera. Oficiaba un sacerdote joven, un rubio grueso de rizos largos y nariz ancha, parecido a un león. Cantaban sólo el sacristán y el secretario.
Mijaíl Ilích, enfermo de seriedad, estaba sentado en una butaca inmóvil, pálido, con los ojos cerrados, como un muerto. Su mujer Viéra Andréevna estaba parada cerca, inclinado la cabeza a un costado, en la pose perezosa y resignada de la persona indiferente a la religión, pero obligada a estar parada y persignarse a cada rato. Alexánder Andréich Yánshin, hermano carnal de Viéra Andréevna, y su mujer Liénochka estaban parados detrás de la butaca y también cerca. Era víspera de Trinidad. En el jardín los árboles rumoreaban con suavidad, y el hermoso crepúsculo vespertino ardía a lo festivo, atrapando medio cielo.
Se oyera acaso en las ventanas abiertas el tañido de las campanas citadinas y monásticas, gritara acaso en el patio el pavoreal o tosiera alguien en el recibidor, a todos les venía a la mente de forma involuntaria, que Mijaíl Ilích estaba enfermo de seriedad, que los doctores habían ordenado, tan pronto sintiera alivio, llevarlo al extranjero, pero que de día en día se ponía ya mejor, ya peor, no se podía entender nada, y el tiempo pasaba, y la indefinición aburría. Yánshin aún en Pascua había venido aquí, para ayudar a su hermana a llevar a su marido al extranjero; pero he aquí ya había vivido allí con su mujer casi dos meses, he aquí ya se oficiaba ante él casi no la tercera víspera, y el futuro estaba aún en una neblina, y no se podía entender nada. Y nadie podía garantizar, que esa pesadilla no se iba a extender hasta el otoño...
Yánshin estaba insatisfecho y se aburría. Le cansaba disponerse cada día al extranjero, y ya quería irse a casa, a su Novosiélki. Es verdad, en casa también no había contento, pero en cambio allá no había este salón espacioso con cuatro columnas en las esquinas, no había butacas blancas con tapicería dorada, portières amarillos, lucernas y todo ese mal gusto pequeño burgués, que pretendía la magnificencia; no había un eco, que repitiera por la noche cada paso tuyo, y lo principal, no había ese rostro enfermizo, amarillento, rollizo con los ojos cerrados... En casa se podía reírse, decir tonterías, pelearse con la mujer o la madre en voz alta, en una palabra, vivir como querías, y aquí, como en un pensionado, andabas de puntillas, susurrabas, decías sólo cosas inteligentes, o pues estabas parado y escuchabas la víspera, que se oficiaba no por un sentimiento religioso, sino como decía el mismo Mijaíl Ilích por tradición... Y nada fatigaba y humillaba tanto como ese estado, cuando tenías que someterte a un hombre, que en lo profundo del alma considerabas una nulidad, y hacer de niñera con un enfermo que no te daba lástima…
Yánshin pensaba aún en una circunstancia: la noche pasada, su mujer Liénochka le había anunciado que estaba embarazada. Esa noticia fue interesante sólo, por que añadía a la cuestión del viaje aún un nuevo disturbio. ¿Cómo hacer ahora? ¿Llevarse consigo a Liénochka al extranjero, o pues enviarla a donde su madre en Novosiélki? Pero viajar en su situación sería incómodo, y a casa ella no iría por nada, ya que no se llevaba con su suegra y no convendría en vivir en el campo sola sin su marido.
“¿O valerme de ese pretexto e irme a casa junto con ella? -pensaba Yánshin tratando de no escuchar al sacristán. -No, era embarazoso dejar a Viéra sola aquí... -decidió, mirando la esbelta figura de su hermana. -¿Pero cómo hacer pues?”
Pensaba y se preguntaba: “¿Cómo hacer pues?” -y su vida le parecía compleja y enredada en extremo. Todas estas cuestiones sobre el viaje, su hermana, su mujer, el cuñado y demás, cada una por separado, puede ser, se resolvían muy fácil y cómodamente, pero todas estaban enmarañadas juntas y parecían un pantano intransitable, y sólo bastaba resolver alguna, para que las otras se enredaran aún más por eso.
Cuando el sacerdote, antes de leer el Evangelio, se volteó y dijo: -¡Paz a todos! -el enfermo Mijaíl Ilích de pronto abrió los ojos y se movió en la butaca.
-¡Sásha! -llamó éste.
Yánshin se le acercó rápido y se inclinó.
-No me gusta como él oficia… -dijo Mijaíl Ilích a media voz, pero así que sus palabras volaron con claridad por el salón; su respiración era penosa, con silbido y ronquido. -Yo me voy de aquí. Acompáñame, Sásha.
Yánshin lo ayudó a levantarse y lo tomó del brazo.
-Tú quédate, amada... -dijo Mijaíl Ilích con una voz débil, suplicante a su mujer, que quería tomarlo del brazo por el otro costado-. ¡Quédate! -repitió con irritación, mirando su rostro indiferente. -¡Yo así llegaré!
El sacerdote estaba parado con el Evangelio abierto y esperaba. En el silencio que sobrevino se oyó con claridad un esbelto canto coral de voces masculinas. Cantaban en algún lugar tras el jardín, debía ser en el río. Y salió muy bonito, cuando de pronto tañeron en el monasterio vecino, y el tañido suave, melódico se mezcló con el canto. A Yánshin se le encogió el corazón con el dulce presagio de algo bueno, y apenas no olvidó que necesitaba llevar al enfermo. Los sonidos extraños que llegaban volando al salón, le recordaron por algo cuán poco placer y libertad habían en su vida actual, y cuán menudas, ínfimas y no interesantes eran las tareas, que él con tal tensión resolvía cada día de la mañana a la noche. Cuando llevaba al enfermo y la sirvienta, apartada y abriendo camino, echó una mirada con la sombría curiosidad, con que miran comúnmente en los pueblos a un cuerpo muerto, de pronto sintió odio, un odio penoso, agudo hacia el rostro rollizo, afeitado, actoral del enfermo, hacia sus manos de color ceroso, su bata felpuda, respiración, golpe de su bastón negro... Por esa sensación, que experimentaba ahora por primera vez en todo el tiempo que había vivido, y que tan de repente lo atrapaba, se le enfriaron la cabeza y los pies, y el corazón le palpitó fuertemente. Quiso apasionadamente que Mijaíl Ilích se muriera en ese mismo minuto, que gritara por última vez y se pegara con el suelo, pero por un instante se imaginó esa muerte y se volteó de ésta con horror... Cuando salieron del salón quería ya no la muerte del enfermo, sino la vida para sí: arrancar las manos del sobaco cálido y correr, correr, correr sin mirar atrás...
El lecho para Mijaíl Ilích estaba dispuesto en el gabinete en un diván turco. El dormitorio al enfermo le pareció caluroso e incómodo.
-Una de dos: ¡sé un pope o un húsar! -dijo, bajando al diván de modo penoso-. ¡Qué clase de maneras! Ah, Dios mío… Yo a tal pope-pisaverde lo degradaría a sacristán.
Mirando su rostro caprichoso, desdichado Yánshin quería replicarle, decirle alguna insolencia, confesarle su odio, pero recordó la orden de los doctores, no emocionar al enfermo, y calló. Por lo demás, no estaba en los doctores el asunto. ¿Qué sólo no se podría decir y gritar, si a ese hombre odioso no estuviera vinculado para siempre y sin esperanza, el destino de su hermana Viéra?
Mijaíl Ilích tenía la manera de sacar adelante sus labios apretados de forma constante, y de moverlos a los costados como si chupara un caramelo, y ese movimiento de sus labios gruesos y afeitados irritaba ahora a Yánshin.
-Tú, Sásha, ve allá… -dijo Mijaíl Iích-. Tú estás saludable y, al parecer, eres indiferente a la iglesia... Para ti es lo mismo, quien no oficie… Ve.
-Pero tú pues también eres indiferente a la iglesia... -profirió Yánshin en voz baja, conteniéndose.
-No, yo creo en la providencia y reconozco a la iglesia.
-Y precisamente. Como me parece, en la religión tú necesitas no a Dios y no la verdad, sino tales palabras como providencia, arriba...
Yánshin quería agregar: “de otro modo tú hoy no hubieras insultado así al sacerdote”, pero calló. Le parecía, que ya se había permitido decir sin eso demasiado, muchas cosas.
-¡Ve, por favor! -profirió Mijaíl Ilích impaciente, al que no le gustaba cuando no convenían con él o hablaban de él mismo-. Yo no deseo cohibir a nadie... Yo sé, qué penoso es sentarse junto a un enfermo... ¡Lo sé, hermano! Siempre lo dije y lo voy a decir: no hay labor más penosa y sagrada, que la labor de la enfermera. Ve, hazme la merced.
Yánshin salió del gabinete. Yendo a su lugar abajo, se puso el paletó y el sombrero, y a través de la puerta principal pasó al jardín. Eran ya las nueve. Arriba cantaban el canon. Abriéndose paso entre los canteros, los arbustos de rosas, los heliotropos celestes de los monogramas V y M (o sea Viéra y Mijaíll), y junto a una multitud de flores maravillosas, que en esa hacienda no brindaban gusto a nadie, y crecían y florecían, probablemente, también “por tradición”, Yánshin se apuraba y temía, como que su mujer no lo llamara desde arriba. Ella lo podía ver fácilmente. Pero he aquí él, pasando un poco por el parque, salió a la alameda de abetos, larga y oscura, a través de la cual en los atardeceres era visible el ocaso. Allí los abetos viejos, decrépitos siempre, incluso con tiempo apacible, emitían un rumor ligero, severo, olía a resina, y los pies resbalaban por las agujas secas.
Yánshin iba y pensaba que el odio, que hoy durante la víspera lo había dominado tan de repente, ya no lo dejaría y tendría que contar con él, éste traía a su vida aún una nueva complejidad, y prometía poco de bueno. Pero de los abetos, del cielo sereno, lejano y del crespúsculo festivo emanaba paz y bendición. Con gusto prestaba oído a sus pasos, que resonaban solitarios y apagados en la alameda oscura, y ya no se preguntaba: “¿Cómo hacer pues?..”
Casi cada atardecer iba a la estación a recibir los periódicos y las cartas, y eso, mientras vivió donde el cuñado, fue su única distracción. El tren de correo llegaba a las diez menos cuarto, precisamente en ese tiempo, cuando en la casa empezaba el insoportable aburrimiento vespertino. No había con quien jugar a las cartas, no daban de cenar, no quería dormir, y por eso a la fuerza tenía que sentarse junto al enfermo, o pues leerle a Liénochka en voz alta las novelas traducidas, que a ella le gustaban mucho. La estación era grande, con buffet y armario librero. Se podía picar algo, tomar cerveza, mirar los libros... Más que todo, a Yánshin le gustaba recibir el tren y envidiar a los pasajeros, que viajaban a algún lugar y, le parecía, eran más dichosos que él.
Cuando llegó a la estación, pues por la plataforma ya paseaba en espera del tren ese público, que él estaba habituado a ver aquí cada atardecer. Allí habían veraneantes que vivían cerca de la estación, dos-tres oficiales de la ciudad, cierto hacendado con una espuela en el pie derecho y un dogo, que andaba tras él bajando la cabeza con tristeza. Los veraneantes y las veraneantes, evidentemente bien conocidos entre sí, conversaban en voz alta y reían. Como siempre, estaba más animado que todos y se reía más fuerte que todos, un veraneante-ingeniero, un hombre muy grueso de unos 45 años, con patillas y una pelvis ancha, vestido con una camisa de percal por fuera y unos bombachos de terciopelo de algodón. Cuando él, sacando adelante su gran barriga y alizando sus patillas, pasó junto a Yánshin y le echó una mirada cariñosa con sus ojos aceitosos, pues a Yánshin le pareció que ese hombre vivía con gran apetito. El ingeniero tenía incluso una peculiar expresión en el rostro, que no se podía leer de otro modo, que como: “¡Ah, qué rico!” Su apellido era incoherente, triple, y Yánshin lo recordaba sólo por que el ingeniero, a quien le gustaba hablar de política en voz alta y discutir, juraba a menudo y decía:
-¡Si yo no fuera Bítnii-Kúshle-Suvriemóvich!
Decían que era muy divertido, hospitalario y un apasionado jugador de wint. Yánshin hacía mucho tiempo ya que quería conocerlo, pero a acercarse a él y hablarle no se decidía, aunque adivinaba que aquél no estaba en contra de conocerlo... Paseando solitario por la plataforma y escuchando a los veraneantes, Yánshin cada vez por algo recordaba que él ya tenía 31 años, y que empezando desde los 24, cuando terminó la universidad, no había vivido ni un solo día con gusto: ya el pleito con el vecino por el linde, ya su mujer tenía un aborto, ya al parecer su hermana Viéra era desdichada, ya he aquí Mijaíl Ilích estaba enfermo y era necesario llevarlo al extranjero; comprendía que todo eso iba a continuar y repetirse con aspectos diferentes sin fin, y que a los 40 y 50 años serían tales preocupaciones e ideas, como a los 31; en una palabra, de ese cascarón duro él ya no saldría hasta la misma muerte. Había que saber engañarse a sí mismo, para pensar de otro modo. Y quería dejar de ser una ostra siquiera por una hora, quería asomarse a un mundo ajeno, aficionarse a eso que no le competía en lo personal, hablar con personas extrañas a él, siquiera con ese ingeniero gordo o con las veraneantes, que en las penumbras vespertinas estaban todas tan bonitas, contentas y lo principal jóvenes.
El tren llegó. El hacendado con una espuela recibió a una dama gruesa, madura que lo abrazó, y varias veces repitió con voz emocionada: “¡Alexis!” Con toda probabilidad, era su madre. Él con ceremonia, como un jeune premier del ballet, tintineado con la espuela, le propuso el brazo y le dijo al cargador con un barítono de terciopelo, melifluo:
-¡Sea tan amable, reciba nuestro equipaje!
Pronto el tren se fue… Los veraneantes recibieron sus periódicos y cartas y se marcharon a sus casas. Sobrevino el silencio...
Yánshin paseó un poco por la plataforma y fue al salón de I clase. No quería comer, pero de todas formas se comió una porción de ternera y tomó cerveza. Las maneras ceremoniosas, rebuscadas del hacendado con espuela, su barítono melifluo y amabilidad, en la que había tan poca sencillez, le habían producido una impresión obsesiva, enfermiza. Recordaba sus bigotes largos, su rostro bondadoso y no estúpido, aunque algo extraño, inentendible, su manera de frotarse las manos como si hiciera frío, y pensaba que si la dama gruesa, madura era en realidad la madre de ese hombre, pues probablemente era muy desdichada. Su voz emocionada decía sólo una palabra: “¡Alexis!”, pero su rostro tímido, extraviado y ojos amorosos decían todo lo restante...

II

Viéra Andréevna vio por la ventana cómo se marchaba su hermano. Ella sabía que iba a la estación, y se imaginó la alameda de abetos toda hasta el final, después la cuesta hacia el río, la vista amplia, y esa impresión de calma y sencillez que siempre le producían el río, las praderas inundadas, y tras éstos la estación y el bosque de abedules donde vivían los veraneantes, y a la derecha en la lejanía la ciudad del distrito y el monasterio con las cúpulas doradas… Después se imaginó de nuevo la alameda, la oscuridad, su miedo y vergüenza, los pasos conocidos y todo eso que se podía repetir de nuevo, puede ser, incluso hoy... Y salió del salón por un minuto, para disponer en cuanto al té para el padrecito y, llegando al comedor, se sacó del bolsillo una carta de sobre duro y con un sello extranjero, doblada en dos. Esa carta se la habían traído unos cinco minutos antes de la víspera, y ella ya había alcanzado a leerla dos veces.
“Amada mía, querida, tortura mía, angustia mía -leyó, teniendo la carta con ambas manos, y dejando a ambas deleitarse con el roce de las líneas amadas, ardientes-. Amada mía -empezó de nuevo desde la primera palabra-, querida, tortura mía, angustia mía, tú escribes de modo convincente, pero yo de todas formas no sé qué hacer. Tú dijiste entonces que, probablemente, te marcharías a Italia, y yo como un loco corrí adelante, para recibirte aquí y amar a mi amada, mi alegría... Yo pensaba, que aquí tú ya no ibas a temer en las noches de luna, como que tu marido o tu hermano no vieran mi sombra desde la ventana. Aquí yo pasearía contigo por las calles y tú no temerías, que Roma o Venecia supieran que nos amamos el uno al otro. Perdóname, mi tesoro, pero hay una Viéra tímida, pusilánime, indecisa, y hay otra Viéra indiferente, fría, orgullosa, que delante de los extraños me llama 'usted' y hace ver que apenas me advierte. Yo quiero que me ame esa otra, esa orgullosa y hermosa... Yo no quiero ser un búho, que tiene derecho a disfrutar sólo la tarde y la noche. ¡Dame la luz! Las tinieblas me oprimen, amada, y este amor nuestro a ratos y a escondidas me mantiene hambriento, y estoy irritado, sufro, siento rabia... Bueno, en una palabra, yo pensaba que mi Viéra, no la primera sino la otra, aquí en el extranjero, donde es más fácil ocultarse de la vigilancia que en la casa, me daría siquiera una hora de amor pleno, verdadero, sin mirar atrás, para que yo siquiera una vez, como es debido, me sintiera un amante y no un contrabandista, para que tú, cuando me abrazaras, no dijeras: “¡Ya me es hora!” Yo pensaba así, pero he aquí ya pasó un mes entero desde que vivo en Florencia, tú no estás y nada es sabido… Tú escribes: “este mes nosotros apenas salgamos”. ¿Qué es eso pues? Desolación mía, ¿qué tú haces conmigo? ¡¡¡Entiende, yo sin ti no puedo, no puedo, no puedo!!! Dicen que Italia es hermosa, pero yo me aburro, estoy como en el destierro, y mi amor fuerte se consume, como deportado. Mi retruécano, dirás, no es risible, pero en cambio yo soy risible, como un bufón. Yo corro ya a Bolonia, ya a Venecia, ya a Roma y lo miro todo, ¿no hay acaso en la multitud una mujer parecida a ti? Por aburrimiento, ya recorrí cinco veces todas las galerías de pintura y los museos, y vi en las pinturas sólo a ti. En Roma escalo con jadeo el Monte Pincio, y miro desde allí la ciudad eterna, pero la eternidad, la belleza, el cielo, todo se me funde en una imagen con tu cara y en tu vestido. Y aquí, en Florencia, ando por las tiendas donde venden esculturas, y cuando no hay nadie en la tienda, abrazo a las estatuas, y me parece que eso yo te abrazo. Yo te necesito ahora, en este minuto... Viéra, yo hago locuras pero perdona, yo no puedo, mañana iré hacia ti... Esta carta es superflua, ¡pero deja! Amada, entonces, está decidido: mañana voy1.”

1En su Comentario sobre La disgregación de la compensación, Emma Polótzkaya señala que en el primer Librito de apuntes de Chejov, "hay una anotación en la que se puede adivinar fácilmente la idea inicial del relato: ...el vecino se marcha a Florencia para curarse del amor, pero en la distancia se enamora aún más fuerte" (FEB: ENI "Chejov", tom. 10).

Título original: Rasstroistvo kompensatzii, relato inconcluso, publicado por primera vez en la revista Zhurnal dlia vsex, 1905, Nº 2, después de la muerte de Antón Chejov.
Imagen: Azat Galimov, Midday in Sviyazhsk, 2009.

martes, 20 de marzo de 2012

Estatuto del premio Griboyédov de la Sociedad de escritores dramáticos y compositores de ópera rusos


1. La Sociedad de escritores dramáticos y compositores de ópera rusos, con el objetivo del estímulo a la literatura dramática instituye, a la memoria de Alexánder Serguéevich Griboyédov1, un premio en efectivo con la atribución a éste de la nominación Griboyédov2. 2. El dinero colectado con este objetivo a través de donaciones voluntarias, conforma un capital intangible, que se conserva en papeles de porciento en una de las Instituciones crediticias estatales. El factible de ingresar en adelante al mismo objeto de donación, se adiciona al capital. 3. La cuenta del capital y los porcientos es llevada por el tesorero de la Sociedad, con rendición de cuenta ante el comité de la Sociedad. Los porcientos de ese capital se designan a un premio anual, con descuento a éstos de los necesarios gastos del premio, por definición del comité de la Sociedad. 4. El premio se otorga anualmente por la mejor obra dramática original en lengua rusa, no menos que en 3 actos, aparecida en los teatros imperiales moscovitas y peterburgueses, o en las escenas de los teatros privados capitalinos (excepto de los clubes), en el período de tiempo del 1º de septiembre de un año, hasta el 1º de septiembre del otro año. 5. Cualquier re-hechura de obras ajenas y apropiación de piezas dramáticas, en el premio no se permiten. El comité lleva una lista de todas las obras dramáticas, que son adecuadas bajo las condiciones del punto 4. 6. Los autores, no deseosos de presentar sus obras al concurso del premio, entregan sobre eso una declaración por escrito al comité no más tarde del 1º de octubre. El comité excluye esas obras de la lista recordada, y pone en conocimiento de eso a la ordinaria asamblea general. Los ejemplares sujetos al juicio de los escritores dramáticos, en caso de necesidad, son adquiridos por el comité a cuenta de los porcientos del capital del premio Griboyédov. 7. Para la valoración de las obras dramáticas originales, aparecidas en el período de tiempo anual recordado en el punto 4, y para la adjudicación del premio Griboyédov a la mejor de éstas, la Sociedad de escritores dramáticos y compositores de ópera rusos escoge, en su ordinaria asamblea general anualmente, a tres jueces y tres candidatos a éstos de los literatos y artistas célebres de los teatros imperiales, que no figuren en el número de miembros de esta Sociedad. Observación. En el cuerpo de jueces participa no más de un artista. 8. Los jueces se escogen de un número de personas residentes en Petersburgo o en Moscú, además el completo cuerpo de jueces y candidatos a éstos, cada vez se conforma de personas vivientes en una y la misma ciudad. 9. Tras la elección de los jueces, el comité de la Sociedad de inmediato les informa sobre eso, y tras la obtención de su convenio les concede ejemplares de todas las obras dramáticas, adecuadas bajo las condiciones del punto 4. 10. Tras la examinación de las obras dramáticas presentadas, los jueces se reúnen en sesión para la discusión definitiva, de cuál de éstas merece el premio. 11. Su decisión la exponen en un protocolo que, tras su firma general, es remitido por ellos no más tarde del 15 de enero, al comité de la Sociedad de escritores dramáticos rusos. 12. Si en la sesión de jueces, cada uno reconoce una obra dramática por separado merecedora del premio, pues el premio no se otorga sino se adjunta al capital. 13. Los jueces pueden no reconocer ni una de las obras dramáticas presentadas merecedora del premio, que en ese caso asimismo se adjunta al capital. 14. El premio se otorga por el comité de la Sociedad al autor el 30 de enero, el día de la defunción de A.S. Griboyédov. 15. La persona, aceptadora en sí de los deberes de juez no menos de tres veces, recibe, establecido por la asamblea general de la Sociedad de escritores dramáticos y compositores de ópera rusos, el medallón de la Sociedad para uso en forma de colgante, cuyo costo es cubierto por los porcientos del capital del premio Griboyédov. Observación. En caso de otorgarse medallones de modo simultáneo a dos o tres personas, sólo un medallón se confecciona con los porcientos del premio, y el gasto de los restantes compete a las sumas de la Sociedad3.

1La Sociedad de escritores dramáticos y compositores de ópera rusos, en su asamblea general del 20 de enero de 1890, elige entre otros a Antón Chejov, como miembro de la comisión de revisión del estatuto del premio Griboyédov.
Con este motivo, Chejov escribe a su amiga Elena Shavróva el 11 de marzo de 1891: "Perdone, Elena Mijáilovna, que no le respondí ayer. Su enviado me encontró cuando yo recién regresaba de una sesión, donde componía junto con Yúzhin y Shpazhínskii el nuevo estatuto del premio Griboyédov”.
2Alexánder Griboyédov, dramaturgo, músico, poeta y diplomático ruso, autor de La amargura del ingenio, linchado por una turba enfurecida en la embajada rusa de Teherán, en Irán.
3El periódico La voz publica este artículo con el subtítulo: "Aprobado por el Min. de asun. inter. el 17 de octubre de 1894".

Título original: Ustav Griboedovskoi premii pri Obshestve russkix dramaticheskix pisatelei i opernix kompozitorov, publicado por primera vez en la revista Teatral, 1895, Nº 6, sin firma, escrito por Alexánder Yúzhin, Ippolite Shpazhínskii y Antón Chejov.
Imagen: Ilya Repin, Formal Session of the State Council, 1903.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Bancarrotas fraudulentas


Hace días leímos en La voz, un llamado del comité de la Sociedad de subvención a los estudiantes1 de la Universidad de Petersburgo. La sociedad llama a sus deudores insolventes, rogándoles pagar la deuda o por lo menos enviar sus direcciones.
Nos aprestamos a comunicar unas cuantas direcciones. Atrápenlas, aquí están:
Iván Semiónich y Yegór Petróvich, ambos compañeros del fiscal del juzgado de N-ii. Se les puede ver diariamente en el club local en la mesa de cartas. El primero bebe roederer, el segundo chablis. Ambos pierden. Después de las cartas tragan ostras y comen hojuelas con caviar astrajáno.
Fedór Fedórich, maestro de matemática en el gimnasio de Z-ii. Se le puede ver diariamente a las 6 de la tarde en la calle Moscovita, yendo con un gran bouquet a donde su novia. Recauda dinero para la boda y ya recaudó cerca de dos mil. Para el casamiento alquiló a unos cantores y encargó una lucerna. Dentro de una semana recibirá una dote de 25 000.
Borís Ivánovich, abogado apoderado en Monrepo2. Diariamente se le puede ver en el edificio del municipio, donde por su cuenta organiza una escena para los espectáculos aficionados. Primer amante y guionista. Después del espectáculo agasaja con una cena a los artistas y al público. Un hombre de alma.
Nikolai Ósipich, funcionario de encargos especiales en Glúpov3. La semana pasada se disponía a París. Si aún no se fue, pues se le puede encontrar donde María Kárlovna o Adele Petróvna. Ambas no sin fundamento lo consideran su bienhechor. El año pasado recibió una herencia.
Conocemos aún once direcciones, pero esas no las comunicamos, ya que lo consideramos superfluo. Esos once engordaron, se enriquecieron e hicieron tan importantes, que no reciben a nadie y no leen las cartas petitorias. A ellos no se les puede molestar: se enojarán…

1La Sociedad de subvención a los estudiantes, de la Universidad de San Petersburgo, publica en el periódico La voz un llamado a los “deudores de la sociedad sin respuesta”, con el ruego de “honrar finalmente al comité con una respuesta, hacia la próxima asamblea general de los miembros de la sociedad del 8 de febrero, para que ésta pueda disponer una resolución definitiva respecto a sus deudores" (1883, Nº 21, 21 de enero).
El periódico La voz comenta asimismo en sus Notas moscovitas, sobre la festividad del 12 de enero de 1883: “¡Cómo cambiaron los compañeros con quienes me sentaba en un banco, y con quienes ahora, dentro de diez y tantos años, nos tenemos que encontrar en la vida, y pues en estos almuerzos de 'Tatiana'! Allí ese fiscal, con bigote y patillas à la jurista, que escucha de modo obsequioso los lamentos de un anciano respetable, cuál divertido estudiante corta-cabezas era <...> Ahora es un carrerista. En su frente está escrito: '¿Cómo ordena? Escucho', en sus ojos: '¿No tiene una novia rica?' Y ese principito de hombros anchos <...> Alguna vez editaba conferencias 'con pérdida para sí', pagaba un dinero salvaje a los compañeros por su anotación <...> ¿Y ahora? <...> elabora unos vinos excelentes de su propia uva crimeana, y en este minuto, evidentemente, se entregó todo no a los recuerdos del pasado lejano, sino a la colación de los vinos extranjeros con los crimeanos y los caucasianos... ¿Y ese doctor de moda, que en algunos cinco-seis años se conformó, apenas no una fortuna de medio millón? <...> Y es bueno ese gordo, que supo aún en la universidad asegurarse la amistad de los futuros Strousbergs rusos, y a través de eso él mismo se hizo uno de nuestros reyezuelos del ferrocarril. <...> de los abogados no te resguardas <...> los abogados aquí son todos gente rapaz, saciada y satisfecha. No está ese Solodóvnikov, cuyo cinismo los turbaría a ellos, como no está ese Mielnítzkii, que los asombraría con su pintada con destreza máscara de virtud y devoción. <...> ¿Y 'los maestros de los negocios bancarios', los notarios y 'otra gente restante' divertida, satisfecha y dichosa, re-saciada de éxitos en 'la pesca de la vida'? ¿Cuál y hasta dónde es asunto de ellos, excepto esos éxitos y 'resultados sustanciales'? ¡Nosotros pues, los escritorzuelos, nos matamos por que 'el alma rusa fue a la baja', y para ellos es escupir!” (1883, № 18, 18 de enero).
2Monrepo, rincón personal, asilo de un hacendado arruinado en El refugio de Monrepo, relato de Mijaíl Saltikóv-Schedrín.
3Glúpov, ciudad donde reinan la violencia y la arbitrariedad, en Historia de una ciudad, novela de Mijaíl Saltikóv-Schedrín.

Título original: Zlostnie bankroti, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 5, con la firma: "El hombre sin bazo".
Imagen: Giovanni Boldini, A Portrait of John Singer Sargent (detail), XIX.

jueves, 18 de agosto de 2011

América en Rostóv del Don


Los últimos números de La Abeja del Don están ilustrados con el siguiente anuncio curioso:
“Mi mujer, Efrosínia Alexándrovna, se escapó ‘a donde su vida y su dicha’ con un alférez, y como a mí me va bien sin ella, pues ruego: en primer lugar, no regresar nunca a mí; en segundo, a quien la encuentre, asimismo no entregar a mí y; en tercero, un posterior aumento de mi género no lo reconozco, con excepción de nuestros dos hijos: Alexánder de 4 años y Evguénii de cuatro meses.
Yákov Silvestróvich Ribálkin.”
Este anuncio nos condujo a las siguientes reflexiones piadosas:
1) ¿Y qué, si alguien encuentra a la pérfida y no obedece, y la entrega a su honorable Yákov Silvestróvich? ¿Qué será entonces?
2) ¿Cuánto recibió por línea el honorable Yákov Silvestróvich? “La anécdota de su vida” es tan interesante, que el número de lectores de La Abeja del Don por su gracia, en estos últimos días, por lo menos se triplicó... Pero lo más probable, es que el honorario por ese anuncio lo recibió el mismo sr. Ter-Abramián, el “editor y redactor”... Ese redactor considera el artículo arriba escrito sólo un anuncio. Él no reconoce como humorista a nadie, salvo a sí mismo...
3) El estilo del anuncio recuerda demasiado el estilo del sr. Ter-Abramián...
¿No ha bromeado acaso con el público el mismo venerable “editor”1?

1La revista El despertador comenta en su número del 14 de mayo de 1883: “¡Señores hombres, esto no es bueno! En La Abeja del Don se ha publicado, aproximadamente, tal anuncio: ‘Mi mujer se perdió sin dejar huella. Se escapó con cierto seductor-escribano del ferrocarril, y otros dicen que con cierto hebreo. Por lo demás, me da igual con qué no se hubiera escapado, no me da lástima ella en absoluto; en primer lugar, por que ella, al contraer matrimonio legal conmigo, fue descubierta por mí en engaño al esposo, y restantes tales semejantes (?) desacatos; y en segundo, por que, evidentemente, se ha mostrado su engaño. Por estas y otras razones, yo decidí dejarla (!) y sacudir el polvo de mis pies... Stratón Nikanórovich S.’
Excluimos de este anuncio el apellido y los detalles menudos y sucios, ¡el bouquet sin eso es bueno!.. ¡Se destacó el sr. S. ante toda Rusia!”

Título original: Аmerika v Rostove-na-donu, publicado por primera vez en la revista Zritiel, 1883, Nº 21, con la firma: "El hombre sin bazo".
Imagen: Edouard Manet, Woman reading, 1880.