En la casa del decano del distrito Bóndariev, Mijaíl Ilích, iba la víspera. Oficiaba un sacerdote joven, un rubio grueso de rizos largos y nariz ancha, parecido a un león. Cantaban sólo el sacristán y el secretario.
Mijaíl Ilích, enfermo de seriedad, estaba sentado en una butaca inmóvil, pálido, con los ojos cerrados, como un muerto. Su mujer Viéra Andréevna estaba parada cerca, inclinado la cabeza a un costado, en la pose perezosa y resignada de la persona indiferente a la religión, pero obligada a estar parada y persignarse a cada rato. Alexánder Andréich Yánshin, hermano carnal de Viéra Andréevna, y su mujer Liénochka estaban parados detrás de la butaca y también cerca. Era víspera de Trinidad. En el jardín los árboles rumoreaban con suavidad, y el hermoso crepúsculo vespertino ardía a lo festivo, atrapando medio cielo.
Se oyera acaso en las ventanas abiertas el tañido de las campanas citadinas y monásticas, gritara acaso en el patio el pavoreal o tosiera alguien en el recibidor, a todos les venía a la mente de forma involuntaria, que Mijaíl Ilích estaba enfermo de seriedad, que los doctores habían ordenado, tan pronto sintiera alivio, llevarlo al extranjero, pero que de día en día se ponía ya mejor, ya peor, no se podía entender nada, y el tiempo pasaba, y la indefinición aburría. Yánshin aún en Pascua había venido aquí, para ayudar a su hermana a llevar a su marido al extranjero; pero he aquí ya había vivido allí con su mujer casi dos meses, he aquí ya se oficiaba ante él casi no la tercera víspera, y el futuro estaba aún en una neblina, y no se podía entender nada. Y nadie podía garantizar, que esa pesadilla no se iba a extender hasta el otoño...
Yánshin estaba insatisfecho y se aburría. Le cansaba disponerse cada día al extranjero, y ya quería irse a casa, a su Novosiélki. Es verdad, en casa también no había contento, pero en cambio allá no había este salón espacioso con cuatro columnas en las esquinas, no había butacas blancas con tapicería dorada, portières amarillos, lucernas y todo ese mal gusto pequeño burgués, que pretendía la magnificencia; no había un eco, que repitiera por la noche cada paso tuyo, y lo principal, no había ese rostro enfermizo, amarillento, rollizo con los ojos cerrados... En casa se podía reírse, decir tonterías, pelearse con la mujer o la madre en voz alta, en una palabra, vivir como querías, y aquí, como en un pensionado, andabas de puntillas, susurrabas, decías sólo cosas inteligentes, o pues estabas parado y escuchabas la víspera, que se oficiaba no por un sentimiento religioso, sino como decía el mismo Mijaíl Ilích por tradición... Y nada fatigaba y humillaba tanto como ese estado, cuando tenías que someterte a un hombre, que en lo profundo del alma considerabas una nulidad, y hacer de niñera con un enfermo que no te daba lástima…
Yánshin pensaba aún en una circunstancia: la noche pasada, su mujer Liénochka le había anunciado que estaba embarazada. Esa noticia fue interesante sólo, por que añadía a la cuestión del viaje aún un nuevo disturbio. ¿Cómo hacer ahora? ¿Llevarse consigo a Liénochka al extranjero, o pues enviarla a donde su madre en Novosiélki? Pero viajar en su situación sería incómodo, y a casa ella no iría por nada, ya que no se llevaba con su suegra y no convendría en vivir en el campo sola sin su marido.
“¿O valerme de ese pretexto e irme a casa junto con ella? -pensaba Yánshin tratando de no escuchar al sacristán. -No, era embarazoso dejar a Viéra sola aquí... -decidió, mirando la esbelta figura de su hermana. -¿Pero cómo hacer pues?”
Pensaba y se preguntaba: “¿Cómo hacer pues?” -y su vida le parecía compleja y enredada en extremo. Todas estas cuestiones sobre el viaje, su hermana, su mujer, el cuñado y demás, cada una por separado, puede ser, se resolvían muy fácil y cómodamente, pero todas estaban enmarañadas juntas y parecían un pantano intransitable, y sólo bastaba resolver alguna, para que las otras se enredaran aún más por eso.
Yánshin pensaba aún en una circunstancia: la noche pasada, su mujer Liénochka le había anunciado que estaba embarazada. Esa noticia fue interesante sólo, por que añadía a la cuestión del viaje aún un nuevo disturbio. ¿Cómo hacer ahora? ¿Llevarse consigo a Liénochka al extranjero, o pues enviarla a donde su madre en Novosiélki? Pero viajar en su situación sería incómodo, y a casa ella no iría por nada, ya que no se llevaba con su suegra y no convendría en vivir en el campo sola sin su marido.
“¿O valerme de ese pretexto e irme a casa junto con ella? -pensaba Yánshin tratando de no escuchar al sacristán. -No, era embarazoso dejar a Viéra sola aquí... -decidió, mirando la esbelta figura de su hermana. -¿Pero cómo hacer pues?”
Pensaba y se preguntaba: “¿Cómo hacer pues?” -y su vida le parecía compleja y enredada en extremo. Todas estas cuestiones sobre el viaje, su hermana, su mujer, el cuñado y demás, cada una por separado, puede ser, se resolvían muy fácil y cómodamente, pero todas estaban enmarañadas juntas y parecían un pantano intransitable, y sólo bastaba resolver alguna, para que las otras se enredaran aún más por eso.
Cuando el sacerdote, antes de leer el Evangelio, se volteó y dijo: -¡Paz a todos! -el enfermo Mijaíl Ilích de pronto abrió los ojos y se movió en la butaca.
-¡Sásha! -llamó éste.
Yánshin se le acercó rápido y se inclinó.
-Tú quédate, amada... -dijo Mijaíl Ilích con una voz débil, suplicante a su mujer, que quería tomarlo del brazo por el otro costado-. ¡Quédate! -repitió con irritación, mirando su rostro indiferente. -¡Yo así llegaré!
El sacerdote estaba parado con el Evangelio abierto y esperaba. En el silencio que sobrevino se oyó con claridad un esbelto canto coral de voces masculinas. Cantaban en algún lugar tras el jardín, debía ser en el río. Y salió muy bonito, cuando de pronto tañeron en el monasterio vecino, y el tañido suave, melódico se mezcló con el canto. A Yánshin se le encogió el corazón con el dulce presagio de algo bueno, y apenas no olvidó que necesitaba llevar al enfermo. Los sonidos extraños que llegaban volando al salón, le recordaron por algo cuán poco placer y libertad habían en su vida actual, y cuán menudas, ínfimas y no interesantes eran las tareas, que él con tal tensión resolvía cada día de la mañana a la noche. Cuando llevaba al enfermo y la sirvienta, apartada y abriendo camino, echó una mirada con la sombría curiosidad, con que miran comúnmente en los pueblos a un cuerpo muerto, de pronto sintió odio, un odio penoso, agudo hacia el rostro rollizo, afeitado, actoral del enfermo, hacia sus manos de color ceroso, su bata felpuda, respiración, golpe de su bastón negro... Por esa sensación, que experimentaba ahora por primera vez en todo el tiempo que había vivido, y que tan de repente lo atrapaba, se le enfriaron la cabeza y los pies, y el corazón le palpitó fuertemente. Quiso apasionadamente que Mijaíl Ilích se muriera en ese mismo minuto, que gritara por última vez y se pegara con el suelo, pero por un instante se imaginó esa muerte y se volteó de ésta con horror... Cuando salieron del salón quería ya no la muerte del enfermo, sino la vida para sí: arrancar las manos del sobaco cálido y correr, correr, correr sin mirar atrás...
El lecho para Mijaíl Ilích estaba dispuesto en el gabinete en un diván turco. El dormitorio al enfermo le pareció caluroso e incómodo.
-Una de dos: ¡sé un pope o un húsar! -dijo, bajando al diván de modo penoso-. ¡Qué clase de maneras! Ah, Dios mío… Yo a tal pope-pisaverde lo degradaría a sacristán.
Mirando su rostro caprichoso, desdichado Yánshin quería replicarle, decirle alguna insolencia, confesarle su odio, pero recordó la orden de los doctores, no emocionar al enfermo, y calló. Por lo demás, no estaba en los doctores el asunto. ¿Qué sólo no se podría decir y gritar, si a ese hombre odioso no estuviera vinculado para siempre y sin esperanza, el destino de su hermana Viéra?
Mijaíl Ilích tenía la manera de sacar adelante sus labios apretados de forma constante, y de moverlos a los costados como si chupara un caramelo, y ese movimiento de sus labios gruesos y afeitados irritaba ahora a Yánshin.
-No, yo creo en la providencia y reconozco a la iglesia.
-Y precisamente. Como me parece, en la religión tú necesitas no a Dios y no la verdad, sino tales palabras como providencia, arriba...
Yánshin quería agregar: “de otro modo tú hoy no hubieras insultado así al sacerdote”, pero calló. Le parecía, que ya se había permitido decir sin eso demasiado, muchas cosas.
-¡Ve, por favor! -profirió Mijaíl Ilích impaciente, al que no le gustaba cuando no convenían con él o hablaban de él mismo-. Yo no deseo cohibir a nadie... Yo sé, qué penoso es sentarse junto a un enfermo... ¡Lo sé, hermano! Siempre lo dije y lo voy a decir: no hay labor más penosa y sagrada, que la labor de la enfermera. Ve, hazme la merced.
Yánshin salió del gabinete. Yendo a su lugar abajo, se puso el paletó y el sombrero, y a través de la puerta principal pasó al jardín. Eran ya las nueve. Arriba cantaban el canon. Abriéndose paso entre los canteros, los arbustos de rosas, los heliotropos celestes de los monogramas V y M (o sea Viéra y Mijaíll), y junto a una multitud de flores maravillosas, que en esa hacienda no brindaban gusto a nadie, y crecían y florecían, probablemente, también “por tradición”, Yánshin se apuraba y temía, como que su mujer no lo llamara desde arriba. Ella lo podía ver fácilmente. Pero he aquí él, pasando un poco por el parque, salió a la alameda de abetos, larga y oscura, a través de la cual en los atardeceres era visible el ocaso. Allí los abetos viejos, decrépitos siempre, incluso con tiempo apacible, emitían un rumor ligero, severo, olía a resina, y los pies resbalaban por las agujas secas.
Yánshin iba y pensaba que el odio, que hoy durante la víspera lo había dominado tan de repente, ya no lo dejaría y tendría que contar con él, éste traía a su vida aún una nueva complejidad, y prometía poco de bueno. Pero de los abetos, del cielo sereno, lejano y del crespúsculo festivo emanaba paz y bendición. Con gusto prestaba oído a sus pasos, que resonaban solitarios y apagados en la alameda oscura, y ya no se preguntaba: “¿Cómo hacer pues?..”
Casi cada atardecer iba a la estación a recibir los periódicos y las cartas, y eso, mientras vivió donde el cuñado, fue su única distracción. El tren de correo llegaba a las diez menos cuarto, precisamente en ese tiempo, cuando en la casa empezaba el insoportable aburrimiento vespertino. No había con quien jugar a las cartas, no daban de cenar, no quería dormir, y por eso a la fuerza tenía que sentarse junto al enfermo, o pues leerle a Liénochka en voz alta las novelas traducidas, que a ella le gustaban mucho. La estación era grande, con buffet y armario librero. Se podía picar algo, tomar cerveza, mirar los libros... Más que todo, a Yánshin le gustaba recibir el tren y envidiar a los pasajeros, que viajaban a algún lugar y, le parecía, eran más dichosos que él.
Cuando llegó a la estación, pues por la plataforma ya paseaba en espera del tren ese público, que él estaba habituado a ver aquí cada atardecer. Allí habían veraneantes que vivían cerca de la estación, dos-tres oficiales de la ciudad, cierto hacendado con una espuela en el pie derecho y un dogo, que andaba tras él bajando la cabeza con tristeza. Los veraneantes y las veraneantes, evidentemente bien conocidos entre sí, conversaban en voz alta y reían. Como siempre, estaba más animado que todos y se reía más fuerte que todos, un veraneante-ingeniero, un hombre muy grueso de unos 45 años, con patillas y una pelvis ancha, vestido con una camisa de percal por fuera y unos bombachos de terciopelo de algodón. Cuando él, sacando adelante su gran barriga y alizando sus patillas, pasó junto a Yánshin y le echó una mirada cariñosa con sus ojos aceitosos, pues a Yánshin le pareció que ese hombre vivía con gran apetito. El ingeniero tenía incluso una peculiar expresión en el rostro, que no se podía leer de otro modo, que como: “¡Ah, qué rico!” Su apellido era incoherente, triple, y Yánshin lo recordaba sólo por que el ingeniero, a quien le gustaba hablar de política en voz alta y discutir, juraba a menudo y decía:
-¡Si yo no fuera Bítnii-Kúshle-Suvriemóvich!
Decían que era muy divertido, hospitalario y un apasionado jugador de wint. Yánshin hacía mucho tiempo ya que quería conocerlo, pero a acercarse a él y hablarle no se decidía, aunque adivinaba que aquél no estaba en contra de conocerlo... Paseando solitario por la plataforma y escuchando a los veraneantes, Yánshin cada vez por algo recordaba que él ya tenía 31 años, y que empezando desde los 24, cuando terminó la universidad, no había vivido ni un solo día con gusto: ya el pleito con el vecino por el linde, ya su mujer tenía un aborto, ya al parecer su hermana Viéra era desdichada, ya he aquí Mijaíl Ilích estaba enfermo y era necesario llevarlo al extranjero; comprendía que todo eso iba a continuar y repetirse con aspectos diferentes sin fin, y que a los 40 y 50 años serían tales preocupaciones e ideas, como a los 31; en una palabra, de ese cascarón duro él ya no saldría hasta la misma muerte. Había que saber engañarse a sí mismo, para pensar de otro modo. Y quería dejar de ser una ostra siquiera por una hora, quería asomarse a un mundo ajeno, aficionarse a eso que no le competía en lo personal, hablar con personas extrañas a él, siquiera con ese ingeniero gordo o con las veraneantes, que en las penumbras vespertinas estaban todas tan bonitas, contentas y lo principal jóvenes.
El tren llegó. El hacendado con una espuela recibió a una dama gruesa, madura que lo abrazó, y varias veces repitió con voz emocionada: “¡Alexis!” Con toda probabilidad, era su madre. Él con ceremonia, como un jeune premier del ballet, tintineado con la espuela, le propuso el brazo y le dijo al cargador con un barítono de terciopelo, melifluo:
-¡Sea tan amable, reciba nuestro equipaje!
Pronto el tren se fue… Los veraneantes recibieron sus periódicos y cartas y se marcharon a sus casas. Sobrevino el silencio...
-¡Sásha! -llamó éste.
Yánshin se le acercó rápido y se inclinó.
-No me gusta como él oficia… -dijo Mijaíl Ilích a media voz, pero así que sus palabras volaron con claridad por el salón; su respiración era penosa, con silbido y ronquido. -Yo me voy de aquí. Acompáñame, Sásha.
Yánshin lo ayudó a levantarse y lo tomó del brazo.-Tú quédate, amada... -dijo Mijaíl Ilích con una voz débil, suplicante a su mujer, que quería tomarlo del brazo por el otro costado-. ¡Quédate! -repitió con irritación, mirando su rostro indiferente. -¡Yo así llegaré!
El sacerdote estaba parado con el Evangelio abierto y esperaba. En el silencio que sobrevino se oyó con claridad un esbelto canto coral de voces masculinas. Cantaban en algún lugar tras el jardín, debía ser en el río. Y salió muy bonito, cuando de pronto tañeron en el monasterio vecino, y el tañido suave, melódico se mezcló con el canto. A Yánshin se le encogió el corazón con el dulce presagio de algo bueno, y apenas no olvidó que necesitaba llevar al enfermo. Los sonidos extraños que llegaban volando al salón, le recordaron por algo cuán poco placer y libertad habían en su vida actual, y cuán menudas, ínfimas y no interesantes eran las tareas, que él con tal tensión resolvía cada día de la mañana a la noche. Cuando llevaba al enfermo y la sirvienta, apartada y abriendo camino, echó una mirada con la sombría curiosidad, con que miran comúnmente en los pueblos a un cuerpo muerto, de pronto sintió odio, un odio penoso, agudo hacia el rostro rollizo, afeitado, actoral del enfermo, hacia sus manos de color ceroso, su bata felpuda, respiración, golpe de su bastón negro... Por esa sensación, que experimentaba ahora por primera vez en todo el tiempo que había vivido, y que tan de repente lo atrapaba, se le enfriaron la cabeza y los pies, y el corazón le palpitó fuertemente. Quiso apasionadamente que Mijaíl Ilích se muriera en ese mismo minuto, que gritara por última vez y se pegara con el suelo, pero por un instante se imaginó esa muerte y se volteó de ésta con horror... Cuando salieron del salón quería ya no la muerte del enfermo, sino la vida para sí: arrancar las manos del sobaco cálido y correr, correr, correr sin mirar atrás...
El lecho para Mijaíl Ilích estaba dispuesto en el gabinete en un diván turco. El dormitorio al enfermo le pareció caluroso e incómodo.
-Una de dos: ¡sé un pope o un húsar! -dijo, bajando al diván de modo penoso-. ¡Qué clase de maneras! Ah, Dios mío… Yo a tal pope-pisaverde lo degradaría a sacristán.
Mirando su rostro caprichoso, desdichado Yánshin quería replicarle, decirle alguna insolencia, confesarle su odio, pero recordó la orden de los doctores, no emocionar al enfermo, y calló. Por lo demás, no estaba en los doctores el asunto. ¿Qué sólo no se podría decir y gritar, si a ese hombre odioso no estuviera vinculado para siempre y sin esperanza, el destino de su hermana Viéra?
Mijaíl Ilích tenía la manera de sacar adelante sus labios apretados de forma constante, y de moverlos a los costados como si chupara un caramelo, y ese movimiento de sus labios gruesos y afeitados irritaba ahora a Yánshin.
-Tú, Sásha, ve allá… -dijo Mijaíl Iích-. Tú estás saludable y, al parecer, eres indiferente a la iglesia... Para ti es lo mismo, quien no oficie… Ve.
-Pero tú pues también eres indiferente a la iglesia... -profirió Yánshin en voz baja, conteniéndose.-No, yo creo en la providencia y reconozco a la iglesia.
-Y precisamente. Como me parece, en la religión tú necesitas no a Dios y no la verdad, sino tales palabras como providencia, arriba...
Yánshin quería agregar: “de otro modo tú hoy no hubieras insultado así al sacerdote”, pero calló. Le parecía, que ya se había permitido decir sin eso demasiado, muchas cosas.
-¡Ve, por favor! -profirió Mijaíl Ilích impaciente, al que no le gustaba cuando no convenían con él o hablaban de él mismo-. Yo no deseo cohibir a nadie... Yo sé, qué penoso es sentarse junto a un enfermo... ¡Lo sé, hermano! Siempre lo dije y lo voy a decir: no hay labor más penosa y sagrada, que la labor de la enfermera. Ve, hazme la merced.
Yánshin salió del gabinete. Yendo a su lugar abajo, se puso el paletó y el sombrero, y a través de la puerta principal pasó al jardín. Eran ya las nueve. Arriba cantaban el canon. Abriéndose paso entre los canteros, los arbustos de rosas, los heliotropos celestes de los monogramas V y M (o sea Viéra y Mijaíll), y junto a una multitud de flores maravillosas, que en esa hacienda no brindaban gusto a nadie, y crecían y florecían, probablemente, también “por tradición”, Yánshin se apuraba y temía, como que su mujer no lo llamara desde arriba. Ella lo podía ver fácilmente. Pero he aquí él, pasando un poco por el parque, salió a la alameda de abetos, larga y oscura, a través de la cual en los atardeceres era visible el ocaso. Allí los abetos viejos, decrépitos siempre, incluso con tiempo apacible, emitían un rumor ligero, severo, olía a resina, y los pies resbalaban por las agujas secas.
Yánshin iba y pensaba que el odio, que hoy durante la víspera lo había dominado tan de repente, ya no lo dejaría y tendría que contar con él, éste traía a su vida aún una nueva complejidad, y prometía poco de bueno. Pero de los abetos, del cielo sereno, lejano y del crespúsculo festivo emanaba paz y bendición. Con gusto prestaba oído a sus pasos, que resonaban solitarios y apagados en la alameda oscura, y ya no se preguntaba: “¿Cómo hacer pues?..”
Casi cada atardecer iba a la estación a recibir los periódicos y las cartas, y eso, mientras vivió donde el cuñado, fue su única distracción. El tren de correo llegaba a las diez menos cuarto, precisamente en ese tiempo, cuando en la casa empezaba el insoportable aburrimiento vespertino. No había con quien jugar a las cartas, no daban de cenar, no quería dormir, y por eso a la fuerza tenía que sentarse junto al enfermo, o pues leerle a Liénochka en voz alta las novelas traducidas, que a ella le gustaban mucho. La estación era grande, con buffet y armario librero. Se podía picar algo, tomar cerveza, mirar los libros... Más que todo, a Yánshin le gustaba recibir el tren y envidiar a los pasajeros, que viajaban a algún lugar y, le parecía, eran más dichosos que él.
Cuando llegó a la estación, pues por la plataforma ya paseaba en espera del tren ese público, que él estaba habituado a ver aquí cada atardecer. Allí habían veraneantes que vivían cerca de la estación, dos-tres oficiales de la ciudad, cierto hacendado con una espuela en el pie derecho y un dogo, que andaba tras él bajando la cabeza con tristeza. Los veraneantes y las veraneantes, evidentemente bien conocidos entre sí, conversaban en voz alta y reían. Como siempre, estaba más animado que todos y se reía más fuerte que todos, un veraneante-ingeniero, un hombre muy grueso de unos 45 años, con patillas y una pelvis ancha, vestido con una camisa de percal por fuera y unos bombachos de terciopelo de algodón. Cuando él, sacando adelante su gran barriga y alizando sus patillas, pasó junto a Yánshin y le echó una mirada cariñosa con sus ojos aceitosos, pues a Yánshin le pareció que ese hombre vivía con gran apetito. El ingeniero tenía incluso una peculiar expresión en el rostro, que no se podía leer de otro modo, que como: “¡Ah, qué rico!” Su apellido era incoherente, triple, y Yánshin lo recordaba sólo por que el ingeniero, a quien le gustaba hablar de política en voz alta y discutir, juraba a menudo y decía:
-¡Si yo no fuera Bítnii-Kúshle-Suvriemóvich!
Decían que era muy divertido, hospitalario y un apasionado jugador de wint. Yánshin hacía mucho tiempo ya que quería conocerlo, pero a acercarse a él y hablarle no se decidía, aunque adivinaba que aquél no estaba en contra de conocerlo... Paseando solitario por la plataforma y escuchando a los veraneantes, Yánshin cada vez por algo recordaba que él ya tenía 31 años, y que empezando desde los 24, cuando terminó la universidad, no había vivido ni un solo día con gusto: ya el pleito con el vecino por el linde, ya su mujer tenía un aborto, ya al parecer su hermana Viéra era desdichada, ya he aquí Mijaíl Ilích estaba enfermo y era necesario llevarlo al extranjero; comprendía que todo eso iba a continuar y repetirse con aspectos diferentes sin fin, y que a los 40 y 50 años serían tales preocupaciones e ideas, como a los 31; en una palabra, de ese cascarón duro él ya no saldría hasta la misma muerte. Había que saber engañarse a sí mismo, para pensar de otro modo. Y quería dejar de ser una ostra siquiera por una hora, quería asomarse a un mundo ajeno, aficionarse a eso que no le competía en lo personal, hablar con personas extrañas a él, siquiera con ese ingeniero gordo o con las veraneantes, que en las penumbras vespertinas estaban todas tan bonitas, contentas y lo principal jóvenes.
El tren llegó. El hacendado con una espuela recibió a una dama gruesa, madura que lo abrazó, y varias veces repitió con voz emocionada: “¡Alexis!” Con toda probabilidad, era su madre. Él con ceremonia, como un jeune premier del ballet, tintineado con la espuela, le propuso el brazo y le dijo al cargador con un barítono de terciopelo, melifluo:
-¡Sea tan amable, reciba nuestro equipaje!
Pronto el tren se fue… Los veraneantes recibieron sus periódicos y cartas y se marcharon a sus casas. Sobrevino el silencio...
Yánshin paseó un poco por la plataforma y fue al salón de I clase. No quería comer, pero de todas formas se comió una porción de ternera y tomó cerveza. Las maneras ceremoniosas, rebuscadas del hacendado con espuela, su barítono melifluo y amabilidad, en la que había tan poca sencillez, le habían producido una impresión obsesiva, enfermiza. Recordaba sus bigotes largos, su rostro bondadoso y no estúpido, aunque algo extraño, inentendible, su manera de frotarse las manos como si hiciera frío, y pensaba que si la dama gruesa, madura era en realidad la madre de ese hombre, pues probablemente era muy desdichada. Su voz emocionada decía sólo una palabra: “¡Alexis!”, pero su rostro tímido, extraviado y ojos amorosos decían todo lo restante...
II
Viéra Andréevna vio por la ventana cómo se marchaba su hermano. Ella sabía que iba a la estación, y se imaginó la alameda de abetos toda hasta el final, después la cuesta hacia el río, la vista amplia, y esa impresión de calma y sencillez que siempre le producían el río, las praderas inundadas, y tras éstos la estación y el bosque de abedules donde vivían los veraneantes, y a la derecha en la lejanía la ciudad del distrito y el monasterio con las cúpulas doradas… Después se imaginó de nuevo la alameda, la oscuridad, su miedo y vergüenza, los pasos conocidos y todo eso que se podía repetir de nuevo, puede ser, incluso hoy... Y salió del salón por un minuto, para disponer en cuanto al té para el padrecito y, llegando al comedor, se sacó del bolsillo una carta de sobre duro y con un sello extranjero, doblada en dos. Esa carta se la habían traído unos cinco minutos antes de la víspera, y ella ya había alcanzado a leerla dos veces.
“Amada mía, querida, tortura mía, angustia mía -leyó, teniendo la carta con ambas manos, y dejando a ambas deleitarse con el roce de las líneas amadas, ardientes-. Amada mía -empezó de nuevo desde la primera palabra-, querida, tortura mía, angustia mía, tú escribes de modo convincente, pero yo de todas formas no sé qué hacer. Tú dijiste entonces que, probablemente, te marcharías a Italia, y yo como un loco corrí adelante, para recibirte aquí y amar a mi amada, mi alegría... Yo pensaba, que aquí tú ya no ibas a temer en las noches de luna, como que tu marido o tu hermano no vieran mi sombra desde la ventana. Aquí yo pasearía contigo por las calles y tú no temerías, que Roma o Venecia supieran que nos amamos el uno al otro. Perdóname, mi tesoro, pero hay una Viéra tímida, pusilánime, indecisa, y hay otra Viéra indiferente, fría, orgullosa, que delante de los extraños me llama 'usted' y hace ver que apenas me advierte. Yo quiero que me ame esa otra, esa orgullosa y hermosa... Yo no quiero ser un búho, que tiene derecho a disfrutar sólo la tarde y la noche. ¡Dame la luz! Las tinieblas me oprimen, amada, y este amor nuestro a ratos y a escondidas me mantiene hambriento, y estoy irritado, sufro, siento rabia... Bueno, en una palabra, yo pensaba que mi Viéra, no la primera sino la otra, aquí en el extranjero, donde es más fácil ocultarse de la vigilancia que en la casa, me daría siquiera una hora de amor pleno, verdadero, sin mirar atrás, para que yo siquiera una vez, como es debido, me sintiera un amante y no un contrabandista, para que tú, cuando me abrazaras, no dijeras: “¡Ya me es hora!” Yo pensaba así, pero he aquí ya pasó un mes entero desde que vivo en Florencia, tú no estás y nada es sabido… Tú escribes: “este mes nosotros apenas salgamos”. ¿Qué es eso pues? Desolación mía, ¿qué tú haces conmigo? ¡¡¡Entiende, yo sin ti no puedo, no puedo, no puedo!!! Dicen que Italia es hermosa, pero yo me aburro, estoy como en el destierro, y mi amor fuerte se consume, como deportado. Mi retruécano, dirás, no es risible, pero en cambio yo soy risible, como un bufón. Yo corro ya a Bolonia, ya a Venecia, ya a Roma y lo miro todo, ¿no hay acaso en la multitud una mujer parecida a ti? Por aburrimiento, ya recorrí cinco veces todas las galerías de pintura y los museos, y vi en las pinturas sólo a ti. En Roma escalo con jadeo el Monte Pincio, y miro desde allí la ciudad eterna, pero la eternidad, la belleza, el cielo, todo se me funde en una imagen con tu cara y en tu vestido. Y aquí, en Florencia, ando por las tiendas donde venden esculturas, y cuando no hay nadie en la tienda, abrazo a las estatuas, y me parece que eso yo te abrazo. Yo te necesito ahora, en este minuto... Viéra, yo hago locuras pero perdona, yo no puedo, mañana iré hacia ti... Esta carta es superflua, ¡pero deja! Amada, entonces, está decidido: mañana voy1.”
1En su Comentario sobre La disgregación de la compensación, Emma Polótzkaya señala que en el primer Librito de apuntes de Chejov, "hay una anotación en la que se puede adivinar fácilmente la idea inicial del relato: ...el vecino se marcha a Florencia para curarse del amor, pero en la distancia se enamora aún más fuerte" (FEB: ENI "Chejov", tom. 10).
Título original: Rasstroistvo kompensatzii, relato inconcluso, publicado por primera vez en la revista Zhurnal dlia vsex, 1905, Nº 2, después de la muerte de Antón Chejov.