miércoles, 6 de mayo de 2009

Chejov a A.S. Suvórin


Miélijovo, 22 de octubre de 1896.

En su última carta (del 18 de oct.) usted me llama mujercita tres veces, y dice que yo me acobardé. ¿Para qué esa difamación? Después del espectáculo, yo cené donde Románov1 haciendo los honores, luego me acosté a dormir, dormí profundamente, y al otro día me fui a casa, sin haber emitido ni un sonido quejoso. Si me hubiera acobardado, pues hubiera corrido por las redacciones, hacia los actores, hubiera pedido indulgencia con nerviosismo, hubiera insertado correcciones inútiles con nerviosismo, y hubiera vivido en Petersburgo unas dos-tres semanas, yendo a mi Gaviota, inquietándome, cubriéndome de sudor frío, quejándome... Cuando estuvo conmigo por la noche, después del espectáculo, pues usted mismo dijo, que para mí lo mejor de todo era irme; y al otro día por la mañana yo recibí una carta suya, en la que usted se despedía de mí. ¿Dónde está pues la cobardía? Yo procedí tan juciosa y fríamente, como un hombre que hizo una propuesta, recibió un rechazo y a quien no le queda nada más que irse. Sí, mi amor propio fue herido, pero es que eso no cayó del cielo; yo esperaba el fracaso y ya estaba preparado para éste, sobre lo que le advertí con toda franqueza2.
En mi casa tomé aceite de ricino, me lavé con agua fría, y ahora siquiera escribe una pieza nueva. Ya no siento fatiga ni irritación, y no temo que vengan a verme Davídov3 y Jean4 para hablar de la pieza. Con sus correcciones estoy de acuerdo, y le agradezco 1000 veces5. Sólo que, por favor, no lamente que no estuvo en los ensayos. Pues, en esencia, sólo hubo un ensayo, en el que no se podía entender nada; a través de la actuación repulsiva no se veía la pieza en absoluto.
Recibí un telegrama de Potápienko6: un éxito colosal. Recibí una carta de la desconocida para mí Vieselítskaya (Mikúlish), que expresa su pésame en tal tono, como si alguien de mi familia hubiera muerto, eso es ya impropio por completo. Y por lo demás, todo esto son tonterías.
Mi hermana está encantada con usted y con Anna Ivánovna7, y a mí me alegra eso indeciblemente, pues yo quiero a su familia como a la mía. Ella se apresuró de Petersburgo a casa, probablemente pensaba que yo me colgaría.
Aquí tenemos un tiempo cálido, pútrido, muchos enfermos. Ayer, a un mujík rico se le obstruyó el intestino con excremento, y le pusimos unos lavados inmensos. Sobrevivió. Perdone, me llevé de su casa El heraldo de Europa8 con intención, y la Antología de T. Filíppov9 sin intención. El primero se lo regreso, el segundo se lo regreso tras la lectura.
El asunto que se llevó Stajóvich10 envíemelo por paquete, y al instante se lo devuelvo. Otro ruego: recuérdele a Alexéi Alexéevich11 que me prometió Toda Rusia.
Le deseo toda clase de bienes, terrenales y celestiales, y le agradezco con toda el alma.

Suyo, A. Chejov.

1Leóntii Románov, dueño de una taberna de San Petersburgo.
2En sus Memorias, Alexéi Suvórin escribe sobre el estreno de La Gaviota: “Cuando, después de los dos primeros actos de La Gaviota, A.P. vio que la pieza no tenía éxito, huyó del teatro y deambuló por Petersburgo, se desconoce por dónde. Su hermana y todos sus conocidos no sabían qué pensar, y mandaron a todas partes, donde suponían que lo podrían encontrar. Regresó a las tres de la madrugada. Cuando yo entré a su habitación, me dijo con una voz severa: ‘Llámeme con la última palabra (pronunció esa palabra), si alguna vez escribo otra pieza’. Al otro día se fue a Moscú temprano en la mañana, en cierto tren de pasajeros o comercial. Después se justificaba diciendo que él pensó, que eso fue un fracaso de su persona, y no de la pieza, y nombraba a ciertos literatos célebres de Petersburgo, que al parecer hablaron con él en el entreacto con altanería, viendo que su pieza se hundía. A la presentación de sus piezas siguientes casi no asistió” (Ibid., pag. 424-425).
3
Vsievolód Davídov, redactor de la revista El espectador.
4Iván Leóntiev (de seudónimo “Jean Scheglóv”), escritor y dramaturgo, capitán de artillería, autor de cuentos sobre la vida militar.
5En una carta suya, Alexéi Suvórin aconseja a Chejov hacerle pequeñas correcciones a la pieza.
6Ignátii Potápienko, escritor, amigo de Chejov, visitante frecuente de Miélijovo.
7Anna Suvórina, esposa de Alexéi Suvórin.
8El heraldo de Europa, revista liberal de San Petersburgo, con artículos de temática histórica y política.
9Tiértii Filíppov, inspector estatal, escritor.
10Alexéi Stajóvich, coronel, socio, depositante del Teatro Artístico de Moscú. No se sabe a qué asunto se refiere Chejov.
11Alexéi Alexéevich Suvórin, periodista, redactor del periódico Tiempo nuevo, hijo de Alexéi Suvórin.

Imagen: A. Semionov, A Winter in the Old Ladoga, 1969.

martes, 5 de mayo de 2009

I.N. Potápienko a Chejov


San Petersburgo, 22 de octubre de 1896 (telegrama).

Gran éxito. Después de cada acto llamadas, después del cuarto muchas y algarabía. Komissárzhevskaya1 ideal, la llamaron aparte tres veces. Llamaron al autor. Explicaron que no estaba. Estado de ánimo excelente. Actores ruegan transmitirte su alegría.

1Viéra Komissárzhevskaya, actriz del Teatro Alexandrínskii, de San Petersburgo; interpreta el papel de Nína Zariéchnaya en la Gaviota, pieza de Chejov.

Imagen: Alexander Matrehin, Floating of Ice on the Neva River, 2007.

Chejov a A.I. Suvórina


Miélijovo, 19 de octubre de 1896.

Gentil Anna Ivánovna1, me fui sin despedirme. ¿Está enojada? El asunto está, en que después del espectáculo mis amigos estaban muy inquietos; alguien, a las dos de la madrugada, me buscó en el apartamento de los Potápienko2; me buscaron en la estación Nikoláevskii3, y al otro día empezaron a venir a mi casa desde las nueve de la mañana, y yo a cada instante esperaba que viniera Davídov4, con sus consejos y su expresión de compasión. Eso es conmovedor, pero es insoportable. Y además pues, yo de antemano tenía decidido que me iría al otro día, con independencia del éxito o el fracaso. El ruido de la gloria me aturde, y yo, después de Ivánov, me fui al otro día5. En una palabra, tenía una invencible inclinación a la huida, e ir abajo, para despedirme de usted, hubiera sido imposible sin sucumbir al encanto de su cordialidad y sin quedarme.
Le beso la mano fuertemente, con la esperanza del perdón. ¡Recuerde su divisa6!
A todos los reverencio profundamente. Vendré en noviembre.

Todo suyo, A. Chejov.

1Anna Suvórina, esposa de Alexéi Suvórin.
2Ignátii Potápienko, escritor, amigo de Chejov, visitante frecuente de Miélijovo.
3En su Diario, Alexéi Suvórin escribe el 17 de octubre de 1896: “Hoy fue La Gaviota en el teatro Alexandrínskii. La pieza no tuvo éxito. El público estuvo desatento, no oyente, conversador, aburrido. Yo hace tiempo que no veía una presentación así. Chejov estaba abrumado. A la una de la madrugada, vino a vernos su hermana, preguntó dónde estaba él. Estaba inquieta. Mandamos al teatro, a donde Potápienko, a donde Lievkéeva (en su casa se reunían los artistas para una cena). No estaba en ningún lugar. Vino a las dos de la madrugada. Fui a verlo, le pregunté:
-¿Dónde estuvo?
-Anduve por las calles, me senté. No podía yo pues, escupir a esta presentación. Si yo vivo aún setecientos años, pues aún entonces, no le daré ni una pieza al teatro. Basta. En esa esfera no tengo suerte.
Se quiere ir mañana a las tres. “Por favor, no me retenga. Yo no puedo escuchar todas esas pláticas” (Ibid., pag. 571-572).
En su biografía Antón Chejov: una vida, Donald Rayfield refiere: “Antón, sin sacar la cabeza de debajo de la cobija, cambió con Suvórin varias frases. Suvórin quería prender la luz, pero Antón lo detuvo: ‘¡Le suplico, no la prenda! Yo no quiero ver a nadie, y sólo le diré una cosa: que me llamen (él dijo entonces la palabra grosera), si yo alguna vez escribo algo más. -¿Dónde estuvo? -Anduve por las calles, me senté. No podía yo pues, escupir a esta presentación. Si yo vivo aún setecientos años, pues aún entonces, no le daré ni una pieza al teatro’. Antón afirmó que dejaría Petersburgo con el mismo primer tren. ‘Por favor, no me retenga’. Suvórin le dijo que la pieza tenía defectos, y después anotó en su diario: ‘Chejov tiene mucho amor propio, y cuando yo le decía mis impresiones, las escuchaba con impaciencia. No pudo sufrir ese fracaso sin una profunda inquietud. Lamento mucho que yo no fui a los ensayos" (pag. 522).
En sus Memorias, Yevtíjii Kárpov, director de La Gaviota, escribe: "Y hasta el día de hoy yo no puedo recordar sin inquietud, esa noche memorable de la primera presentación de La Gaviota. Veo el rostro pálido de Chejov, con una sonrisa extraviada, helada; oigo la voz opaca, ronca con que pronunció la frase: 'El autor fracasó'. Al otro día, por la mañana, vino a verme al teatro Suvórin, desolado, afligido por Chejov hasta la afección" (Ibid., pag. 402-403).
4Vsievolód Davídov, redactor de la revista El espectador.
5La primera función de Ivánov, en el teatro Alexandrínskii, de San Petersburgo, el 31 de enero de 1889, tiene gran éxito.
6Comprendre-pardonner, divisa del papel de correo, en el que Anna Suvórina escribe sus cartas.

Imagen: Alexander Matrehin, The Optino Hermitage, 2006.

Chejov a M.P. Chejov1


Petersburgo, 18 de octubre de 1896.

La pieza se derrumbó y fracasó con estrépito. En el teatro había una tensión pesada, perplejidad e ignominia. Los actores actuaron de modo vil, estúpido.
De aquí la moraleja: no se debe escribir piezas.
Por lo menos, a pesar de todo estoy vivo, saludable, y me encuentro de buena entraña.

Su papásha, Chejov.

1Mijaíl Chejov, hermano del escritor.

Imagen: Alexander Matrehin, Winter, 1995.

Chejov a M.P. Chejova1


Petersburgo, 18 de octubre de 1896.

Yo me voy a Miélijovo2, estaré allá mañana a las dos de la tarde. El suceso de ayer3 no me sorprendió y no me afligió mucho, porque yo ya estaba preparado para éste por los ensayos4, y me siento, en particular, no de modo infame.
Cuando vengas a Miélijovo, trae contigo a Líka5.

Tuyo, A. Chejov.

1María Chejova, hermana del escritor.
2Miélijovo, finca de la familia Chejov, en las afueras de Moscú.
3Fracaso escandaloso de La Gaviota el día de su estreno, en el teatro Alexandrínskii, de San Petersburgo, el 17 de octubre de 1896.
4En su Diario, Alexéi Suvórin escribe el 17 de octubre de 1896: “Ayer, aún después del ensayo general, él (Chejov, N. del T.) se inquietaba con la pieza, y no quería que fuera. Estaba muy insatisfecho con la interpretación. Ésta, realmente, era mediocre”(A.P. Chejov, Obr. comp., pag. 571).
En su Diario, Nikolai Léikin escribe el 18 de octubre de 1896: "Hoy todos los periódicos, excepto El tiempo nuevo, anuncian de modo solemne el fracaso de La Gaviota de Chejov, de modo solemne y, además, con una suerte de goce maligno. Así-así, como si hubieran atrapado a un lobo, que antes de ser atrapado les desgarró mucho ganado" (Lit. nas., t. 68, M., 1960).
5Lidia Mizínova (“Líka”), amiga íntima de la familia Chejov, maestra del gimnasio de L.F. Rzhévskaya.

Imagen: Alexander Matrehin, Important Official, 2003.

martes, 14 de abril de 2009

El sueño del reportero


“Ruego encarecidamente estar hoy en el baile de disfraces de la colonia francesa. Excepto usted, no hay nadie que vaya. Haga una nota, en lo posible con detalle. Si por algún motivo no puede estar en el baile, pues informe de inmediato, le rogaré a algún otro. Con ésta adjunto un billete. Suyo... (sigue la firma del redactor).
PS. Habrá una lotería-tómbola. Se rifará un jarrón, regalado por el presidente de la república francesa. Le deseo ganar”.
Leído esta carta, Piótr Semiónovich, el reportero, se acostó en el diván, encendió un cigarrillo y, con suficiencia, se acarició el pecho y el estómago. (Recién había almorzado.)
-Le deseo ganar -remedó al redactor. -¿Y con qué dinero voy a comprar el billete? Seguro, no me va a dar dinero para los gastos, cer-rdo. Tacaño, como Pliúshkin1. Si tomara ejemplo de las redacciones extranjeras... Allá saben valorar a las personas. Tú eres, supongamos, Steily2, vas a buscar a Livingstone. Bueno. ¡Toma tantos miles de libras esterlinas! Eres John Bull3, vas a buscar al Jeanette4. Bueno. ¡Toma diez mil! ¿Vas a describir el baile de la colonia francesa? Bueno. Toma... unas cincuenta mil... ¡Así es en el extranjero! Y éste me mandó un billete, después me pagará un quinto por línea, y se figura... ¡Cer-rdo!
Piótr Semiónich cerró los ojos y se quedó pensativo. Una multitud de ideas, pequeñas y grandes, pulularon por su cabeza. Pero pronto todas esas ideas se cubrieron con una suerte de agradable neblina rosada. De todas las rendijas, agujeros y ventanas se empezó a derramar con lentitud, hacia todas partes, una gelatina semi-traslúcida, suave... El techo empezó a descender... Entraron corriendo unos enanitos, unos caballos pequeños con cabezas de ánade, algo batió su ala grande, suave, corrió un río... Pasó de largo un cajero pequeño con unas letras muy grandes, y sonrió... Todo se ahogó en su sonrisa y... Piótr Semiónich empezó a soñar.
Se puso el frac, los guantes blancos y salió a la calle. En la entrada ya hace tiempo que lo espera la carroza con el monograma de la redacción. Del pescante salta un lacayo con librea y lo ayuda a sentarse en la carroza, lo acomoda, como a una señorita aristócrata.
Al minuto la carroza se detiene a la entrada del Club de nobles. Él, arrugando la frente, entrega su abrigo y, con importancia, sube por la escalera iluminada, ricamente decorada. (Un lujo terrible.) Plantas tropicales, flores de Niza, trajes que valen miles.
-El corresponsal... -corre el murmullo entre la multitud numerosa. –Es él...
Hacia él corre un viejecito pequeño con un rostro preocupado, con órdenes.
-¡Disculpe, por favor! –le dice a Piótr Semiónich. -¡Ah, disculpe, por favor!
Y toda la sala repite tras él:
-¡Ah, disculpe, por favor!
-¡Ah, basta! Usted me confunde, en verdad... –dice el reportero.
Y de pronto, para su gran asombro, empieza a parlotear en francés. Antes sabía sólo “merci”, pero ahora ¡fluido! Así, qué hay de bueno, hasta hablas en chino.
Piótr Semiónich toma una flor y lanza cien rublos, y en ese mismo instante le entregan un telegrama del redactor: “Gane el regalo del presidente de la República francesa y describa sus impresiones. La respuesta de mil palabras está pagada. No escatime el dinero”. Va a la tómbola y empieza a tomar billetes. Toma uno... dos... diez... Toma cien, finalmente mil, y recibe un jarrón de porcelana de Sevres. Abrazando con ambas manos el jarrón, se apresura adelante.
A su encuentro viene una damita con unos suntuosos cabellos linosos y de ojos azules. Su vestido es notable, por encima de toda crítica. Tras ella la multitud.
-¿Quién es? –pregunta el reportero.
-Y esa es una francesita célebre. Encargada a Niza con las flores.
Piótr Semiónich se le acerca y se recomienda. Al minuto, la toma de la mano y anda, anda... Él necesita averiguar mucho de la francesita, mucho, mucho... ¡Ella es tan encantadora!
“¡Ella es mía! –piensa. -¿Y dónde pondré el jarrón en mi habitación?” –considera, admirando a la francesita. Su habitación es pequeña, y el jarrón crece, crece y crece tanto, que no se acomoda incluso en la habitación. Está listo a llorar.
-Aah... así, ¿usted ama al jarrón más que a mí? –dice de pronto, ni por lo uno ni lo otro, la francesita, ¡y pum al jarrón con el puño!
El vaso precioso se quiebra ruidosamente y vuela en pedazos. La francesita se ríe a carcajadas y corre a algún lugar en la neblina, en la nube. Todos los gaceteros están parados y se ríen a carcajadas... Piótr Semiónich, enfurecido, con espuma en la boca, corre tras ellos y de pronto, hallándose en el Teatro Bolshói, cae cabeza abajo desde la sexta grada.
Piótr Semiónovich abre los ojos y se ve en el suelo, junto a su diván. Le duelen, por la contusión, la espalda y el codo.
“Gracias a Dios no está la francesita -piensa, frotándose los ojos. –El jarrón, entonces, está entero. Bien que no estoy casado, si no, es posible, los niños se pondrían a retozar y romperían el jarrón”.
Frotados los ojos como es debido, no ve el jarrón tampoco.
“Todo esto es un sueño -piensa. –No obstante, ya es la una de la madrugada... El baile ya hace tiempo que empezó, es hora de ir... Me acostaré aún un poco, ¡y en marcha!”
Acostado aún un poco se desperezó y... se durmió, y así no fue al baile de la colonia francesa.
-¿Bueno, qué? –le preguntó al otro día el redactor. -¿Estuvo en el baile? ¿Le gustó?
-Más o menos... Nada peculiar... –dijo, poniendo cara aburrida.–Lánguido. Aburrido. Escribí una nota de doscientas líneas. Amonesto un poquito a nuestra sociedad, por que no sabe divertirse. Y dicho esto, se volvió hacia la ventana y pensó del redactor:
“¡Cer-rdo!

1Pliúshkin, prototipo del tacaño, personaje de Las almas muertas, novela de Nikolai Gógol.
2Henry Morton Steily, corresponsal de The New York Herald, que en 1871-1872 encabeza la búsqueda del misionero inglés David Livingstone perdido en África.
3John Bull, héroe de la sátira política Historia de John Bull, de John Arbuthnot; su nombre deviene lugar común entre los ingleses.
4Jeanette, barco al mando del capitán norteamericano J.V. DeLonge, aprisionado entre los hielos del Océano Antártico durante la expedición de 1879-1881.

Título original: Son reportëra, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1884, Nº 7, con el título El jardín francés, el subtítulo Fantasía de ensueño y la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: John Singer Sargent, In Switzerland, 1908.

viernes, 13 de marzo de 2009

La bruja


El tiempo corría hacia la noche. El sacristán Saviélii Guíkin estaba acostado en su caseta de iglesia, en una cama enorme, y no dormía, aunque tenía la costumbre de dormirse al mismo tiempo que las gallinas. Por un extremo de la cobija mugrosa, tejida con trozos de percal de diversos colores, asomaban sus pelos rojizos, ásperos; por el otro salían sus pies grandes, sin lavar hacía tiempo. Él escuchaba... su caseta estaba clavada en el cercado, y su única ventana daba al campo. Y en el campo había una lucha auténtica. Era difícil entender quién acababa con quién, y en aras de la muerte de quién se armaba un jaleo en la naturaleza pero, a juzgar por el zumbido incesante, siniestro, a alguien le iba muy mal. Cierta fuerza vencedora perseguía a alguien por el campo, se desataba en el bosque y el tejado de la iglesia, golpeaba la ventana con sus puños de modo maligno, se lanzaba y agitaba, y algo vencido aullaba y lloraba... El llanto lastimero se oía ya tras la ventana, ya en el tejado, ya en la estufa. En éste resonaba no un pedido de auxilio, sino la angustia, la conciencia de que ya era tarde, de que no había salvación. Los montones de nieve se cubrían de una fina corteza de hielo; en éstos y en los árboles temblaban las lágrimas, por los caminos y los senderos se derramaba un líquido oscuro, de fango y nieve derretida. En una palabra, en la tierra había deshielo, pero el cielo, a través de la noche oscura, no lo veía y, con todas sus fuerzas, esparcía copos de nieve nueva por la tierra derretida. Y el viento paseaba como borracho... No le permitía a la nieve posarse en la tierra, y la giraba en la tiniebla como quería.
Guíkin prestaba oídos a esa música y fruncía el ceño. El asunto era que él sabía o, por lo menos, adivinaba a qué se inclinaba todo ese alboroto tras la ventana, y en manos de quién estaba ese asunto.
-¡Yo seé! -farfullaba él, amenazando con el dedo a alguien debajo de la cobija. -¡Yo lo sé todo!
Junto a la ventana, estaba sentada en un taburete la sacristana Ráisa Nílovna. Una lámpara de hojalata, que estaba en otro taburete, derramaba, como temiendo y no creyendo en sus fuerzas, una luz líquida, trémula sobre sus hombros anchos, los bonitos, apetitosos relieves de su cuerpo, sobre su trenza gruesa que tocaba la tierra. La sacristana cosía sacos de lienzo rústico. Sus manos se movían con rapidez; todo su cuerpo, la expresión de sus ojos, sus cejas, sus labios gruesos, su cuello blanco estaban pasmados, sumidos en el trabajo monótono, mecánico, y parecía que dormían. De vez en cuando sólo levantaba la cabeza, para dejar descansar su cuello fatigado, miraba de pasada la ventana, tras la que se desataba la ventisca, y se encorvaba sobre el lienzo de nuevo. Ni deseo, ni tristeza, ni júbilo, nada expresaba su cara bonita de nariz respingada y mejillas con hoyuelos. Asimismo, nada expresa una fuente bonita, cuando no surte.
Pero he aquí ella terminó un saco, lo arrojó a un costado y, tras desperezarse dulcemente, detuvo su mirada apagada, inmóvil en la ventana... En los cristales nadaban las lágrimas y albeaban los copos de nieve de corta duración. El copo de nieve caía sobre el cristal, miraba a la sacristana y se derretía...
-¡Ven y acuéstate! –rezongó el sacristán.
La sacristana callaba. Pero de pronto sus pestañas se movieron, y en sus ojos brilló la atención. Saviélii, que observaba todo el tiempo, debajo de la cobija, la expresión de su cara, asomó la cabeza y preguntó:
-¿Qué?
-Nada... Al parecer, alguien va... –respondió quedo la sacristana.
El sacristán se arrancó la cobija con las manos y los pies, se puso de rodillas en la cama y echó una mirada obtusa a su esposa. La tímida luz de la lámpara iluminó su rostro peludo, picado de viruela, y resbaló por su cabeza desgreñada, áspera.
-¿Oyes? -preguntó la esposa.
A través del aullido monótono de la ventisca oyó un gemido agudo, tintineante, apenas perceptible al oído, parecido al zumbido de un mosquito, cuando éste quiere posarse en la mejilla y se enfada porque se lo impiden.
-Es el correo...-rezongó Saviélii, sentándose en los talones.
A tres vérstas de la iglesia estaba el camino del correo. Durante el viento, cuando soplaba desde el camino real hacia la iglesia, los habitantes de la caseta oían las campanitas.
-¡Señor, a quién se le ocurre viajar con este tiempo! –suspiró la sacristana.
-Asunto estatal. Quieres, no quieres, ve...
El gemido se mantuvo en el aire y se extinguió.
-¡Pasó! –dijo Saviélii, acostándose.
Pero no alcanzó a cubrirse con la cobija, cuando llegó a su oído el nítido sonido de una campanita. El sacristán miró a su esposa alarmado, saltó de la cama y, contoneándose, caminó a lo largo de la estufa. La campanita resonó un poco y se extinguió de nuevo, como si se hubiera roto.
-No se oye... -farfulló el sacristán, deteniéndose y entornando los ojos hacia su esposa.
Pero en ese instante el viento golpeó la ventana y trajo un gemido agudo, tintineante... Saviélii palideció, graznó y chapoteó con los pies descalzos por el suelo de nuevo.
-¡Hace girar al correo! –dijo con voz ronca, mirando de soslayo a su esposa, de modo maligno. -¿Oyes tú? ¡Hace girar al correo!.. ¡Yo... yo sé! ¡Acaso yo no... no entiendo! –farfulló. -¡Yo lo sé todo, que te pierdas!
-¿Qué tú sabes? –preguntó quedo la sacristana, sin quitar los ojos de la ventana.
-¡Y pues sé, que todo esto es asunto tuyo, diabla! ¡Asunto tuyo, que te pierdas! Y la ventisca esta, y el correo que gira... ¡todo eso lo hiciste tú! ¡Tú!
-Te pusiste rabioso, tonto... –advirtió la sacristana con serenidad.
-¡Yo hace tiempo ya que noto eso en ti! ¡Cuando me casé, el mismo primer día, noté que tú tenías la sangre torcida!
Tfú! –se asombró Ráisa, encogiéndose de hombros y persignándose. -¡Y tú persígnate, imbécil!
-Eres bruja y bien bruja -continuó Saviélii con una voz apagada, llorosa, sonándose la nariz apurado en el faldón del camisón. –Aunque seas mi esposa, aunque seas de título eclesiástico, yo te diré de alma cómo tú eres... ¿Y cómo pues? ¡Intercede, señor, y apiádate! El año pasado, en el profeta Daniel y los tres jóvenes, hubo ventisca, ¿y qué pues?, el maestro pasó para calentarse. Después, en Alejandro, hombre de Dios, el río se rompió y vino el sub-oficial... Toda la noche, el maldito, picoteó contigo, y cuando salió por la mañana, y cuando yo lo miré, ¡pues tenía ojeras bajo los ojos y todas las mejillas hundidas! ¿Ah? En el Salvador hubo tormenta dos veces, y las dos veces el cazador vino a pasar la noche. ¡Yo lo vi todo, que se caiga en un abismo! ¡Todo! ¡Oh, te pusiste más roja que un cangrejo! ¡Ajá!
-Tú no viste nada...
-¡Pues sí! Y este invierno antes de Navidad, en los diez mártires de Creta, cuando hubo ventisca día y noche... ¿recuerdas?, el escribano del decano se salió del camino, y cayó aquí, el perro... ¡Y por qué te tentaste! ¡Tfú, por un escribano! ¡Valía la pena por él enturbiar el tiempo de Dios! Diablejo, resoplón, desde la tierra no se ve, toda la jeta llena de granos y el cuello torcido... Bueno sería si fuera bonito, pero era ¡tfú!, ¡un satanás!
El sacristán cobró aliento, se secó los labios y prestó oídos. La campanita no se oía, pero el viento se agitó sobre el tejado, y en la tiniebla, tras la ventana, tintineó de nuevo.
-¡Y ahora también! –continuó Saviélii. –¡No en vano hace girar al correo! ¡Escúpeme en el ojo, si el correo no te busca a ti! ¡Oh, el demonio sabe su asunto, buen ayudante! Lo hará girar, girar, y lo traerá aquí. ¡Seé! ¡Veeo! ¡No lo ocultarás, picotero del demonio, cruzada idólatra! Cuando empezó la ventisca, yo enseguida entendí tus pensamientos.
-¡Qué imbécil! –sonrió la sacristana con malicia. -¿Y qué, para ti, en tu mente imbécil, yo hago el mal tiempo?
-Hum... ¡Sonríe! Tú o no tú, yo sólo noto: cuando la sangre se te empieza a agitar, así hay mal tiempo, y tan pronto hay mal tiempo, así viene aquí cualquier loco que haya por ahí. ¡Cada vez pasa así! ¡Por lo tanto, eres tú!
El sacristán, para mayor convicción, se pegó el dedo a la frente, cerró el ojo izquierdo y profirió con voz cantora:
-¡Oh, locura! ¡Oh, maldición de Judas! ¡Si tú eres en realidad una persona, y no una bruja, pues pensarías en tu cabeza: ¿y qué, si esos eran no el maestro, no el cazador, no el escribano, sino el demonio en sus imágenes? ¿Ah? ¡Si lo pensaras!
-¡Pero tú eres tonto pues, Saviélii! –suspiró la sacristana, mirando a su esposo con lástima. –Cuando pápienka estaba vivo y vivía aquí, muchas personas distintas venían a verlo para curarse de la calentura: del pueblo, de las aldeas, de las granjas armenias. Cuenta, cada día venían, y nadie las llamaba demonios. Y si alguien una vez al año, con mal tiempo, pasa por la casa para calentarse, pues ya a ti, tonto, te parece extraño; ahora tienes pensamientos diversos.
La lógica de la esposa conmovió a Saviélii. Éste separó los pies descalzos, inclinó la cabeza y se quedó pensativo. No estaba aún firmemente convencido de sus conjeturas, y el tono sincero, indiferente de la sacristana lo sacó de paso por completo; pero, a pesar de eso, tras pensar un poco, sacudió la cabeza y dijo:
-No que sean unos viejos, o unos patizambos cualquiera, sino son siempre jóvenes, los que piden pasar la noche... ¿Por qué es así? Y deja, si sólo se calentaran, pero es que contentan al diablo. ¡No, mujer, no hay bicho más pícaro en esta tierra, que tu raza de mujer! Inteligencia verdadera, ustedes no tienen, Dios mío, menos que un estornino, pero en cambio una picardía demoníaca, ¡u-u-uh!, ¡sálvame, zarina celestial! ¡Ahí, el correo llamaba! ¡La ventisca recién empezaba, y yo ya conocía todos tus pensamientos! ¡Lo embrujaste, araña!
-¿Pero qué te me pegaste, maldito? -perdió la paciencia la sacristana. -¿Qué te me pegaste, alquitrán?
-Pues me pegué, por si esta noche, no quiera Dios, pasa algo... ¡tú oye!... si pasa algo, pues mañana mismo, apenas haya luz, iré a Diádkovo, a donde el padre Nikodím, y se lo explicaré todo. Así y así, le diré, padre Nikodím, disculpe generosamente, pero ella es una bruja. ¿Por qué? Hum... ¿desea saber por qué? Dígnese... Así y así. ¡Y pena para ti, mujer! ¡No sólo en el juicio final, sino también en la vida terrenal serás castigada! ¡No en vano hay plegarias sobre tu prójimo escritas en el oracional!
De pronto, en la ventana resonó un golpe tan ruidoso e inusitado, que Saviélii palideció y se sentó del susto. La sacristana saltó y palideció también.
-¡Por Dios, déjenme calentarme! –se oyó una voz de bajo trémula, espesa. -¿Quién está ahí? ¡Tengan la bondad! ¡Nos salimos del camino!
-¿Y quién es usted? –preguntó la sacristana, temiendo mirar a la ventana.
-¡El correo! –respondió otra voz.
-¡No en vano lo endiablaste! –dejó de la mano Saviélii. -¡Así es! Mi verdad... ¡Bueno, mírame a mí pues!
El sacristán saltó dos veces ante la cama, se tumbó sobre el colchón de plumas y, resoplando enojosamente, se volteó de cara a la pared. Pronto el frío sopló en su espalda. La puerta chirrió, y en el umbral apareció una alta figura humana, cubierta de nieve de la cabeza a los pies. Tras ésta apareció otra, tan blanca...
-¿Y los fardos entrar? –preguntó la segunda con una voz de bajo ronca.
-¡No los vamos a dejar ahí!
Dicho esto, el primero empezó a desatarse el capuchón y, sin esperar a que se desatara, se lo arrancó de la cabeza junto con la visera y lo lanzó con rabia a la estufa. Después, tras sacarse el paletó, lo lanzó allí mismo y, sin saludar, caminó por la caseta.
Era un cartero joven, rubio, con una levita de uniforme gastada y unas botas rojizas fangosas. Tras calentarse con el andar, se sentó a la mesa, extendió sus piernas fangosas hacia los sacos y apoyó su cabeza en un puño. Su rostro pálido, de manchas rojas, llevaba aún las huellas del dolor y el miedo recién sufridos. Éste, aún torcido por la rabia, con las huellas frescas de las recientes penurias físicas y morales, con nieve derretida en las cejas, los bigotes y la barbita circular, era bonito.
-¡Una vida de perros! –rezongó el cartero pasando sus ojos por las paredes, y como sin creer que estaba en un lugar cálido. -¡Casi nos perdemos! Si no fuera por su fuego, pues no sé qué hubiera sido... ¡Y la peste sabe, cuándo terminará todo esto! ¡No tiene límite ni final esta vida de perro! ¿A dónde llegamos? –preguntó, bajando la voz y alzando los ojos hacia la sacristana.
-Al montículo Guliáyevskii, en la posesión del general Kalinóvskii -respondió la sacristana, estremecida y sonrojada.
-¿Oyes, Stepán? –se volteó el cartero hacia el cochero, que estaba trabado en la puerta con un gran fardo de piel sobre la espalda. -¡Caímos en el montículo Guliáyevskii!
-¡Sí... lejos!
Tras pronunciar esa palabra en forma de un suspiro ronco, entrecortado, el cochero salió y, al poco rato, trajo otro fardo menor; luego salió otra vez, y esta vez trajo en su cinturón ancho un sable de cartero, parecido por su hechura a esa espada larga y plana, con que se dibuja en las xilografías a Judit en el lecho de Holofernes1. Tras poner los fardos junto a la pared, salió al zaguán, se sentó allí y prendió su pipa.
-¿Puede, que tomen té para el camino? –preguntó la sacristana.
-¡A dónde tomar té aquí! –frunció el ceño el cartero. –Hay que calentarse rápido pues, e irse, si no nos retrasamos para el tren de correo. Nos sentamos unos diez minutos y nos vamos. Sólo que ustedes, tengan la bondad, muéstrennos el camino...
-¡Nos castigó Dios con el tiempo! –suspiró la sacristana.
-M-sí... ¿Y ustedes mismos pues, quiénes son aquí?
-¿Nosotros? Lugareños, de la iglesia... Somos de título eclesiástico... ¡Ahí está mi esposo acostado! ¡Saviélii, levántate pues, ven y saluda! Aquí antes había una parroquia, pero hace medio año que la quitaron. Bueno, por supuesto, cuando los señores vivían aquí, y había gente, valía la pena tener una parroquia, pero ahora sin los señores, juzguen por sí mismos, de qué va a vivir el clero, si el pueblo más cercano aquí es Markóvka, ¡y está a cinco vérstas! Ahora Saviélii es el supernumerario, y... en lugar del guarda. Se le encargó cuidar la iglesia...
Y el cartero supo ahí mismo, que si Saviélii hubiera ido a ver a la generala y le hubiera pedido una esquela para el ilustrísimo, pues le hubieran dado un buen puesto; pero él no iba a ver a la generala porque era un holgazán y le temía a la gente.
-De todas formas, somos de título eclesiástico... –agregó la sacristana.
-¿Y de qué viven ustedes? –preguntó el cartero.
-En la iglesia hay siega y huertos. Sólo que a nosotros, de eso, nos toca poco... –suspiró la sacristana. –El padre de Diádkino, Nikodím, tiene los ojos envidiosos; oficia ahí en el Nicolás de verano y en el Nicolás2 de invierno, y por eso se lo coge casi todo para él. ¡No hay quien interceda!
-¡Mientes! –dijo Saviélii con voz ronca. –¡El padre Nikodím es un alma santa, es el candil de la iglesia, y si coge, pues es por el estatuto!
-¡Qué enojoso es tu esposo! –sonrió el cartero. -¿Y tú hace tiempo que estás casada?
-El pasado domingo hizo cuatro años. Aquí antes el sacristán era mi pápienka, y después, cuando le llegó la hora de morir, él, para que me quedara el puesto, fue al consistorio y rogó que me mandaran algún sacristán no casado de novio. Y yo me casé.
-¡Ajá, tú, por lo tanto, mataste dos pájaros de un tiro! –dijo el cartero, mirando la espalda de Saviélii. –Y recibiste el puesto, y tomaste una esposa.
Saviélii pataleó con impaciencia y se acercó más a la pared. El cartero salió de detrás de la mesa, se desperezó y se sentó sobre el fardo de correo. Tras pensar un poco, arrugó el fardo con las manos, se pasó el sable a otro lugar y se extendió, colgando una pierna sobre el suelo.
-Una vida de perro... –farfulló, poniendo las manos bajo la cabeza y cerrando los ojos. –Y al ruin tártaro no le deseo una vida así.
Pronto sobrevino el silencio. Se oía sólo cómo resoplaba Saviélii, y cómo el cartero dormido, respirando regular y lentamente, soltaba en cada espiración un espeso, alargado “k-j-j-j...” De vez en cuando, en su garganta crujía como una ruedita, y su pierna estremecida hacía fru-frú en el fardo.
Saviélii se revolvió bajo la cobija y miró a su alrededor con lentitud. La sacristana estaba sentada en el taburete y, apretando sus mejillas con las palmas de sus manos, miraba el rostro del cartero. Su mirada era inmóvil, como la de una persona asombrada, asustada.
-¿Bueno, qué te quedaste mirando? –susurró Saviélii enojado.
-¿Y a ti qué? ¡Acuéstate! –respondió la sacristana, sin quitar los ojos de la cabeza rubia.
Saviélii, enojado, expiró todo el aire del pecho, y se volteó hacia la pared con brusquedad. A los tres minutos se revolvió inquieto de nuevo, se puso de rodillas en la cama y, apoyándose con los brazos en la almohada, miró de soslayo a su esposa. Ésta aún no se movía y miraba al visitante. Sus mejillas estaban pálidas, y su mirada se encendía con cierto fuego extraño. El sacristán graznó, se apeó boca abajo de la cama y, acercándose al cartero, cubrió su rostro con un pañuelo.
-¿Para qué tú eso? –preguntó la sacristana.
-Para que no le dé el fuego en los ojos.
-¡Y tú apaga el fuego por completo!
Saviélii, desconfiado, le echó una mirada a su esposa, estiró sus labios hacia la lámpara, pero al instante cayó en la cuenta y juntó las manos.
-¿Bueno, y no será una picardía del demonio? –exclamó. -¿Ah? ¿Bueno, hay algún bicho más pícaro que la raza de la mujer?
-¡Ah, satanás de falda larga! –dijo la sacristana con voz ronca, arrugada por el fastidio. -¡Espera pues!
Y tras sentarse más cómoda, clavó sus ojos en el cartero de nuevo.
No importaba que su rostro estuviera cubierto. A ella le ocupaba no tanto el rostro, como el aspecto general, la novedad de ese hombre. Su pecho era ancho, poderoso, sus manos bonitas, finas; y sus piernas musculosas, esbeltas, eran mucho más bonitas y varoniles que las dos “canillas” de Saviélii. Incluso comparar era imposible.
-Aunque yo sea un espíritu impuro, de falda larga –profirió Saviélii, parado un rato, -él no tiene por qué dormir aquí... Sí... El asunto de ellos es estatal, y nosotros vamos a responder, por qué los retuvimos aquí. Si llevas el correo, pues llévalo, no hay por qué dormir... ¡Hey, tú! –gritó Saviélii en el zaguán. –Tú, cochero... ¿cómo te llamas? ¿Acompañarlos a ustedes, o qué? ¡Levántate, no hay que dormir con el correo!
Y el desatado Saviélii se acercó al cartero y le tiró de la manga.
-¡Hey, su excelencia! Ir, pues ir, y si no ir, pues este no... Dormir no se debe.
El cartero saltó, se sentó, recorrió con una mirada turbia la caseta y se acostó de nuevo.
-¿Y cuándo van a ir pues? –repiqueteó Saviélii con la lengua, tirándole de la manga. –Para eso pues es el correo, para llegar a buen tiempo, ¿oyes? Yo te acompaño.
El cartero abrió los ojos. Calentado y exhausto por el dulce primer sueño, aún no despierto por completo, vio como en una neblina el cuello blanco y la mirada inmóvil, aceitosa de la sacristana, cerró los ojos y sonrió, como si estuviera soñando todo eso.
-¡Bueno, a dónde ir con este tiempo! –oyó una suave voz femenina. -¡Si durmieran a su gusto, y durmieran a su buena salud!
-¿Y el correo? –se alarmó Saviélii. -¿Quién va a llevar el correo pues? ¿Acaso tú lo vas a llevar? ¿Tú?
El cartero abrió los ojos de nuevo, miró los hoyuelos moviéndose en la cara de la sacristana, recordó dónde estaba, entendió a Saviélii. La idea de que le esperaba ir por la tiniebla helada, le corrió desde la cabeza por todo el cuerpo con un hormigueo helado, y se erizó.
-Cinco minutos aún se podría dormir... –bostezó. –De todas formas nos retrasamos...
-¡Y puede que, precisamente, lleguemos a tiempo! –se oyó una voz desde el zaguán. –Mira, no es la hora, y el mismo tren se retrasa para suerte nuestra.
El cartero se levantó y, desperezándose dulcemente, empezó a ponerse el paletó.
Saviélii, viendo que los visitantes se disponían a marcharse, incluso relinchó de gusto.
-¡Ayudas, o qué! –le gritó el cochero, levantando el fardo del suelo.
El sacristán se le acercó, y arrastró junto con él la carga del correo al patio. El cartero empezó a desenredar el nudo del capuchón. Y la sacristana lo miraba a los ojos, como si quisiera metérsele en el alma.
-Si tomaran té... –dijo ella.
-¡A mí no me importaría... pero ellos ya se dispusieron! –convino él. –De todas formas nos retrasamos.
-¡Y usted quédese! –susurró ella, bajando los ojos y tocándolo por la manga.
El cartero desató por fin el nudo y, con indecisión, se echó el capuchón a través del codo. Le era cálido estar parado junto a la sacristana.
-Que cuello... tienes...
Y tocó su cuello con dos dedos. Viendo que no se le resistían, acarició con la mano su cuello, su hombro...
-Tfú, cómo eres...
-Si se quedaran... tomaran un poco de té.
-¿Dónde lo pones? ¡Tú, arroz con melaza! -se oyó desde el patio la voz del cochero. –Ponlo de través.
-Si se quedaran... ¡Mira, cómo aúlla el viento!
Y no despierto aún por completo, sin alcanzar a sacudirse el encanto del sueño joven y fatigoso, del cartero se apoderó de pronto ese deseo, en aras del que se olvidan los fardos, los trenes de correo... y todo en el mundo. Asustadamente, como deseando correr o esconderse, miró la puerta, tomó por el talle a la sacristana, y ya se inclinaba sobre la lámpara para apagar el fuego, cuando en el zaguán pisaron unas botas, y en el umbral apareció el cochero... Tras sus hombros asomaba Saviélii. El cartero bajó los brazos con rapidez, y se detuvo como con reflexión.
-¡Todo listo! –dijo el cochero.
El cartero estuvo parado un rato, sacudió la cabeza con brusquedad, como despertado finalmente, y fue por el cochero. La sacristana se quedó sola.
-¡Pues qué, siéntate, muéstranos el camino! –oyó ella.
Una campanita sonó vagamente, luego otra, y los sonidos tintineantes, en una cadena menuda y alargada, arrancaron desde la caseta.
Cuando éstos se acallaron poco a poco, la sacristana arrancó del lugar y caminó nerviosa de una esquina a la otra. Al principio estaba pálida, pero después se sonrojó toda. Su cara se desfiguró de odio, su respiración tembló, sus ojos brillaron con una rabia salvaje, bestial y, caminando como en una jaula, parecía una tigresa que asustaban con un hierro candente. Por un instante se detuvo y miró su vivienda. La cama ocupaba casi media habitación, se extendía a lo largo de toda la pared, y se componía de un colchón de plumas sucio, unas almohadas grises y ásperas, la cobija y diversos trapos innombrables. Esta cama constituía en sí un remolino deforme, no bonito, casi igual al que sobresalía de la cabeza de Saviélii, siempre que le daban ganas de engrasar sus cabellos. Desde la cama hasta la puerta, que daba al frío zaguán, se extendía una estufa oscura con calderos y trapos colgantes. Todo, sin excluir al recién salido Saviélii, estaba sucio, mugroso y hollinado hasta lo imposible, de modo que era extraño ver, en medio de ese ambiente, el cuello blanco y la piel fina, tierna de una mujer. La sacristana corrió hacia la cama, extendió sus brazos, como deseando dispersar, pisotear y convertir en polvo todo eso, pero después, como asustada de acercarse a la suciedad, se echó hacia atrás y caminó de nuevo...
Cuando Saviélii volvió cubierto de nieve y cansado unas dos horas después, ella ya estaba acostada desvestida en la cama. Sus ojos estaban cerrados, pero por los espasmos menudos que corrían por su cara, él adivinó que ella no dormía. Cuando regresaba a casa, él se había dado la palabra de callar hasta mañana y no tocarla, pero allí no soportó no zaherirla.
-En vano lo hechizaste: ¡se fue! –dijo él, sonriendo con un júbilo maligno.
La sacristana callaba, sólo su barbilla tembló. Saviélii se desvistió con lentitud, pasó a través de su mujer y se acostó contra la pared.
-¡Y mañana pues le voy a explicar al padre Nikodím, qué esposa eres tú! –farfulló él, ovillándose como un pastelito.
La sacristana volteó su cara hacia él con rapidez, y lo miró con ojos encendidos.
-¡Ya tuviste bastante, y punto -dijo ella, -y la esposa búscatela en el bosque! ¿Qué esposa soy yo tuya? ¡Que te revientes! ¡Y todavía te me pegaste a la cabeza, imbécil, gandul, perdona Dios!
-Bueno, bueno... ¡Duerme!
-¡Soy una infeliz! –sollozó la sacristana.- ¡Si no fuera por ti, yo puede que me hubiera casado con un mercader, o con algún noble! ¡Si no fuera por ti, yo amaría ahora a mi esposo! ¡No te tapó la nieve, no te helaste ahí, en el camino real, anormal!
La sacristana lloró largo tiempo. Al final de todo, suspiró profundamente y se serenó. Tras la ventana se enfurecía aún la nevasca. En la estufa, en la chimenea, tras todas las paredes algo lloraba, y a Saviélii le parecía, que eso algo lloraba en sus entrañas y en sus oídos. Con la noche de hoy se había convencido, finalmente, de sus supuestos respecto a su esposa. De que su esposa disponía, con la ayuda de la fuerza impura, de los vientos y las tróikas de correo, ya no dudaba más. Pero, para su doble pena, ese secreto, esa fuerza sobrenatural, salvaje le otorgaban a la mujer acostada a su lado un encanto peculiar, incomprensible, que él no había advertido antes. Debido a que él por estupidez, sin advertirlo él mismo, la había poetizado, ella se había hecho como que más blanca, llana, inaccesible...
-¡Bruja! –se indignaba. -¡Tfú, repulsiva!
Y entre tanto, tras esperar, cuando ella se serenó y empezó a respirar de modo regular, tocó su nuca con el dedo... sostuvo su trenza gruesa en su mano. Ella no oía... Entonces él fue más valiente y la acarició por el cuello.
-¡Déjame! –gritó ella, y lo golpeó en el entrecejo con el codo de tal modo, que los ojos le echaron chispas.
El dolor del entrecejo pasó pronto, pero la tortura aún continuó.

1Judit, heroína judía que sedujo y cortó la cabeza a Holofernes para salvar la ciudad de Betulia.
2San Nicolás, obispo de Mira en Licia, patrón de Rusia; fiesta el 6 de diciembre y el 9 de mayo.

Título original: Viedma, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, Nº 3600, 1886, con la firma: “An. Chejov”.
Imagen: Philipp Malyavin, Verka, 1913.