Llegó la noche. El teatro Alexandrínskii estaba lleno. Los teatreros de Petersburgo habían venido a echarle una mirada a la nueva pieza del escritor moscovita Chejov, que en Petersburgo era muy popular como literato. Además, la pieza iba en beneficio de una preferida del público, la actriz cómica Lievkéeva1, aunque la misma beneficiada no participaba en la pieza, sino actuaba en otra pieza, El día feliz2, que iba después de La Gaviota. Así se practicaba con frecuencia en aquellos tiempos.
Mientras más miraba yo al público afectado, acicalado y frío de Petersburgo, más fuerte se apoderaba de mí la inquietud, y recordaba las palabras de mi hermano en la carta, de que allí "todos eran perversos, mezquinos, falsos”.
Empezó el primer acto. Desde los primeros instantes sentí la falta de atención del público, y la actitud irónica hacia lo que sucedía en la escena. Pero cuando, con el curso de la acción, se abrió el telón en la segunda escena, y apareció envuelta en una sábana Komissárzhevskaya, que actuó como que de modo inseguro esa noche, y empezó el célebre monólogo: “Los hombres, los leones, las águilas y las perdices...”, en el público se oyó una risa patente, unas pláticas ruidosas, por lugares resonó un abucheo. Yo sentí cómo todo se enfrió dentro de mí. Mientras más tiempo fue la acción, más fuerte creció el ruido en la sala. Al final de todo, en el teatro se desató todo un escándalo. Al término del primer acto, los aplausos escasos se ahogaron en el abucheo, el silbido, las réplicas ofensivas en dirección al autor y los intérpretes. Se hizo evidente el fracaso patente. Los actos siguientes fueron en la misma atmósfera, de actitud enemiga del público hacia la pieza. Abatida por completo, con una sensación penosa, pero sin dejar ver, estuve sentada en mi palco hasta el final. Al terminar el espectáculo, me fui a mi hotel.
Calladas, aplastadas, Líka y yo estuvimos sentadas en nuestro número, esperando la llegada de Antón Pávlovich para cenar, como habíamos acordado por la mañana. Yo intentaba ordenar mis ideas, y explicarme las razones de ese fracaso con el público. Recordaba con qué placer escuchamos todos La Gaviota una vez en la casa. Nosotros entonces sufrimos vivamente la pieza, y aquí… nadie había entendido nada… esa risa venenosa, las palabras mordaces, los gritos ofensivos.
Ya era pasada la medianoche, y Antón Pávlovich no aparecía aún. Al fin, mi hermano mayor, Alexánder3, llama de la redacción de Tiempo nuevo, y me pregunta:
-¿Dónde está Antón, no está acaso contigo? ¡Con Suvórin tampoco está!
Yo me inquieté aún más, y le rogué a Alexánder que intentara buscarlo. Pasado cierto tiempo, yo misma llamé a Alexánder Pávlovich. A Antón Pávlovich no lo hallaban en ningún lugar: ni en el teatro, ni donde Potápienko, ni en casa de Lievkéeva, donde los actores se reunían para una cena. Entonces, ya a las dos de la madrugada, yo misma fui a casa de Suvórin.
1Elizaveta Lievkéeva, actriz del teatro Alexandrínskii, de San Petersburgo.
2El día feliz, pieza de...
3Alexánder Pávlovich Chejov, hermano mayor de Chejov, escritor, periodista, colaborador del periódico Tiempo nuevo, autor de memorias sobre Chejov.
Continuará...
Imagen: Gustav Klimt, Auditorium in the Old Burgtheater, XIX.